martes, 18 de septiembre de 2012

Moras y los frutos del bosque perdido



Los frutos del bosque, aparecen en mi memoria como adornos comestibles,  engalanando los arbustos y arboles propios  del campo que me vio crecer, corriendo,  entre sus verdes cortinajes, escribiendo salvajes aventuras imaginarias; copiadas de los libros que me acompañaron en mi infancia; las aventuras de Tom Sawyer, Huckleberry  Finn,  o mas tarde, los Cinco,  de Enid Blyton. Fresas silvestres, frambuesas delicadas, grosellas traslucidas, sobrios arándanos   o aquellas moras,  que iban del rojo áspero y llamativo, al negro discreto y  dulzón. Sin embargo, jamás en ninguno de mis bosques,  logre encontrar casi ninguna de estas frutas; tal vez propias de la campiña inglesa literaria, o de los prados del oeste americano de Lucky Luke, o sencillamente, tan solo  licencias literarias con las que embellecer entrañables descripciones,  que me hacían soñar mundos lejanos,  maravillosos, tal vez por su misma lejanía. 

En todo caso, mis bosques inmediatos, aquellos en los que corría, con pantalones cortos y los bolsillos vacios,  desgarrando calcetines entre sus espinosos matorrales, nunca me ofrecieron un repertorio tan amplio y  colorido de frutas. Tan solo los madroños, que adornan sus ramas en invierno como arboles de Navidad suculentos;  y por supuesto, las zarzamoras, autenticas cenefas espinosas de aquellos caminos y sendas que me perdían, como a   Hansel y Gretel, hacia el bosque más mágico y remoto. Cogía aquellas moras negras y calientes bajo el Sol, disfrutando cada una de ellas, con parsimònia, dejándome llevar como un auténtico hijo del bosque, salvaje inocente en la naturaleza. Las moras eran el regalo, la recompensa y la promesa de un bosque amable y misterioso,  que me acogía sin embargo,  en su seno,  como a una mas de sus criaturas. 
 


viernes, 17 de agosto de 2012

El Paisaje comestible


Mirar atentamente este plato, una dorada sobre hojaldre de verduras, aromáticos y olivada….  ¿Lo veis? Las rocas, el mar , el bosque …. la luz del Emporda  que ilumina la Cala del Pi como una premonición . 

El gran Josep Pla definía la cocina como el paisaje a la cazuela. Evidentemente se refería a la intersección de los productos alimentarios autóctonos, con la forma cultural de entenderlos, manipularlos mas o menos, y finalmente cocinarlos.  De esta forma, es fácil adivinar las principales características de un pueblo, a través de una lectura e interpretación de su recetario tradicional. Así lo decía Pla , y tenia muchísima razón , como casi siempre, al menos en las cosas referidas al arte de comer y beber. 

Pero la influencia del paisaje, del entorno natural que rodea al cocinero y su hábitat, la cocina, va mucho mas allá. Es fácil imaginar, por ejemplo, que las creaciones de algunos cocineros serian distintas si se hubieran creado en paisajes distintos.  ¿Seria tal vez Adrià el mismo de no haber cocinado desde El Bulli, en el centro telúrico del Emporda mas creativo? Seria igualmente un genio, pero distinto. 

El paisaje puede sin embargo trascender lo físico y elevarse hasta convertirse en un estado de la conciencia, formando parte entonces del pensamiento y la expresión. De tal forma, el cocinero transeúnte habitara siempre su paisaje interior de donde saldrá toda su creatividad. Y este es un paisaje permanente, invariable a la erosión del tiempo  e inmóvil en el recuerdo y por tanto en su influencia.

El paisaje aparece por tanto de repente sobre la brillante superficie de un plato.  Y en su presencia refleja a un tiempo la historia misma del alimento que lo compone y la cultura culinaria que lo define. Es el paisaje comestible.   

jueves, 7 de junio de 2012

La ultima boda


Foto de  Jordi Dalmau Novias 
Junio, al igual que septiembre, octubre, abril y mayo, son meses de hacer muchas  bodas. Este último sábado hicimos la última. Sacamos adelante los aperitivos para más de doscientos, con sus centenares de vasitos, platitos, brochetas, cucuruchos y demás parafernalias mas propias de un bazar chino,  que de un restaurante, por esas cosas de la moda.  Luchamos como jabatos  por mantener el tipo con el primer plato, sin perder el ritmo ni falsear la coreografía,  y logremos mantener en pie todas las cabezas de bogavante, como auténticos trofeos de caza mayor; a continuación,  conseguimos pasar la carne bien caliente, al punto de cocción, con las guarniciones en su sitio y la salsa de trufas brillante y sedosa como un vestido caro. El postre se sirvió casi solo, como en un carrusel en que los camareros,  giraban a nuestro alrededor como autómatas mecánicos, con la gracia de las bailarinas de las cajas de música, y la candencia de un ballet. Cuando servimos el pastel, con la marcha nupcial sonando en la sala  como en la entrada de Cleopatra frente a Marco Antonio,  los invitados estaban ya fuera de si, blandiendo servilletas al aire en agitado jubilo.   La novia,  con su gran vestido blanco iluminándolo todo,  como la pantalla de una gran y lujosa lámpara encendida,    y el novio enrojecido por el calor y la emoción, nos daba las gracias durante la disco. 


Fiesta de Novi@s de Jordi Dalmau Novias
A muchos colegas no les gustan las bodas. A mi si, son una gran batalla entre cocineros, camareros e invitados, mucho ruido, muchos nervios, muchas carreras, y al final, casi siempre,  la fiesta de los sentimientos, de las emociones, supera a la fiesta de la comida y la bebida; la gastronomía, esta si, si no provoca emociones, desde luego, las sustenta y las enaltece.

martes, 8 de mayo de 2012

Los nísperos de Sherezade



El nisperero es sin duda alguna el mas exótico de los arboles frutales de nuestro jardín. Tiene además la ventaja, de que el suyo no es un posado veraniego, temporal, como el de los otros arboles exóticos que le acompañan alrededor; sus gruesas hojas verdes permanecen todo el año del mismo color, como si su misma naturaleza tropical se negara a ceder frente al mas frio clima mediterráneo. El nisperero eclosiona en primavera con una floración discreta, tímida, y sus frutos, los nísperos, aparecen a principios de verano siendo así la primera en aparecer de las frutas estivales. Es por tanto su presencia en las fruterías un aviso evidente que ha llegado el verano, y que pronto aparecerán las otras frutas que le suceden  en el calendario del huerto frutal: las ciruelas, los albaricoques, las cerezas, y mas tarde toda la aromática familia de los melocotones. 

El exotismo del níspero no sugiere sin embargo imágenes tropicales de paraísos lejanos, postales propias de catálogos viajeros o novelas de Salgari o Defoe.  La originalidad de lo exótico del níspero, es la de un pasaje próximo, geográficamente vecino y culturalmente muy cercano. Es el exotismo sugerente del oriente árabe, del patio cubierto de azulejos azulones  y la fuente central; del jardín de mil flores, claveles, geranios y jazmines y los arboles cubiertos de azahar. El níspero es la fruta de las mil y una noches de Sherezade, como las granadas y los pistachos,  de los cuentos de La Alhambra de  Washington Irving, y una muestra evidente que la despensa mediterránea atesora algunos matices exóticos que la hacen tan fascinante y compleja. 
El sabor del níspero es por tanto un sabor veraniego, alegre y ligero, poco aromático pero refrescante, idóneo, como otras frutas de hueso, para tomar entre comidas, a media mañana, o por la tarde, cuando apetece un bocado inapetente, distraído. Los huesos del níspero, son negros y suaves, como las cuencas de un collar; apetece mantenerlos en la boca, como los de las olivas, sin embargo, hay que tener cuidado, pues tienen pequeñas dosis de cianuro. Y es que lo exótico, tiene sus riesgos, tal vez por ello, es tan atractivo.   

miércoles, 2 de mayo de 2012

Roses de tomàquet


El perfum d'una rosa de tomàquet, no és potser tan deliciós i suggerent  com una autèntica rosa de jardí. La seva sola presència,  no evoca romàntics sentiments,  ni incita a l'evocació de les mes dolces paraules d'amor. El seu color vermell no suggereix passió ni sensualitat, i la seva tija espinosa,  és del tot inexistent. La de tomàquet, ha estat però, la meva rosa de Sant Jordi aquest any. I ho ha estat perquè la seva presència sobre el plat,  em recorda una cuina remota que em va veure créixer, on les roses de tomàquet,  adornaven còctels de gambes, coberts de salsa rosa espessa, envoltats de mitges llunes de taronja i llimona; també formaven harmoniosos jardinets, amb juliverts resplendents,  sobre fonts gegantines d'amanides russes o alemanyes. Una cuina de grans bufets freds, plens de grans safates d'acer inoxidable, autèntics torpedes plens de salses sumptuoses, transparents gelatines i bordures de colors fetes amb purés de patates acolorits. Una cuina llavors plena de cuiners, ajudants i marmitons,  on es cuinaven grans olles de cremes de xampinyons i espàrrecs, pèsols de llauna, ous al plat enjoiats amb rodelles de xoriç, taquets de sobrassada o puntes d’espàrrecs blancs, porros de llauna gratinats, cistellets de llimona coronant paelles turístiques, i truites de riu embolicades amb pernil serrà. Una cuina heretada de receptaris clàssics antics  reinterpretats,   gairebé sempre,  amb mals actors i directors frustrats. 

La rosa de tomàquet no és la reina del jardí, ni s'alça presumptuosa sobre les altres flors. És tanmateix una flor fresca, que se sap humil com el mateix tomàquet del que procedeix. El seu aroma,  recorda immediatament a l'hort que la va veure néixer, i suggereix, amb la seva humida pell nacrada, el record d'aquella cuina que ens va veure créixer; una cuina que encara que passada de moda, negada tres vegades  i calumniada com aliena,  forma part de la nostra història professional, i  la que alguna cosa li deurem. La rosa de tomàquet, és a més la meva rosa de Sant Jordi, per que quina millor flor,  trobaríem  per celebrar també el dia del llibre gastronòmic, el mes deliciós de tots els llibres.  Una rosa - de tomàquet - un llibre - de cuina, no és ideal?

miércoles, 28 de marzo de 2012

El roger mes vermell




El vermell del roger o moll,  no es pas un color natural, si no un vermell de foc que nomes el vesteix,  quant el pescador grata el peix a contra escata amb la seva ungla. Altres peixos vermells son como el roger, veritables joies gastronòmiques; com si fos el vermell,   un senyal de avis per els gourmets, un color referencial en la paleta culinària. El roger, el de roca, que no s’ha de confondre amb el seu parent de fang, al que nomes es sembla per el primer nom, es en si mateix una de les gran meravelles del receptari mediterrani, i va ser, per definició, el peix dels creadors de la new age  culinària dels anys 80.

El seu fetge, es l’autèntic foie-gras del mar, la seva carn ofereix tots els matisos Iodats de l’aigua marina i les roques cobertes d’algues,  i fins i tot la seva espina, fregida fins fer-la trencadissa, es autèntic aperitiu gourmet, sibarita, com les espines d’anxova del gran Mercader, reinterpretades en forma de mòmia,  per un agosarat Ferran Adrià. Tots els sacerdots de la nova cuina, han dissenyat amb els seus lloms ben desespinats gran plats amb clares reminiscències mediterrànies; No es casualitat, que el seu càpita, Ferran Adrià, tries el seu roger Gaudi, per il·lustrar la portada del seu primer llibre, a l’any 93, subtitulat, el sabor del Mediterrani.

 
La cuina tradicional i popular, que no es el mateix, ha cuinat sempre els rogers mes grans a la brasa, amb una pinzellada subtil d’oli d’oliva, o aromatitzats amb una vinagreta lleugera, i fins i tot, perfumats amb all i julivert picolats. El roger petit, no mes grans que un dit, es converteixen en autèntics bunyols daurats i cruixents al fregir-los a gran fritura, sent perfectes solistes o alegres comparses de les millors fritures de peix, un plat de gran èxit en els restaurants de peix fa uns quants anys, i ara desnonat  injustament per les modes gastrosaludables.

Les grans cuines franceses, han cuinat també els rogers de diverses formes. La haute cuisine dels hotels i  restaurants,  negats amb mantega torrada i taperes, a la  beurre noisette , o a la oriental, amb fruits secs i especies exòtiques.  I per altre banda, la cuina tradicional de la Provença,  a guarnit sempre els rogers amb olives negres i tomàquet fresc, perfumant-los amb farigola i alfàbrega,  les aromes silvestres mes definitòries de la cuina mediterrània.

El roger mes vermell es el que llueix sobre el plat, com un fanalet  de festa major, una festa gastronòmica.






lunes, 6 de febrero de 2012

EL FUEGO DE LA COCINA


Cocina. 
(Del lat. coquīna, de coquĕre, cocer). 
1. f. Pieza o sitio de la casa en el cual se guisa la comida. 
2. f. Aparato que hace las veces de fogón, con hornillos o fuegos y a veces horno. Puede calentar con carbón, gas, electricidad, etc. 


Cuando mi hijo Marc, me explico que había decidido hacer su trabajo de investigación de bachillerato sobre la cocina solar, no me extraño nada. Si la cocina es siempre, o casi siempre, el centro gravitatorio de la vida familiar, en nuestro caso, esto es doblemente cierto.
 La cocina, en la acepción de espacio físico dedicado a cocinar, a la elaboración de los alimentos, ha sido y es mi hábitat natural desde prácticamente toda la vida. Entre en mi primera cocina profesional - si es que alguna no lo es – hace treinta y seis años, y aun no he salido. A la cocina debo casi todo lo que soy, y casi todo lo que tengo; ella ha forjado mi carácter, mi forma de ser y entender la vida, y de ella ha salido los recursos para la formación, creación y evolución de mi familia. A cambio, me ha pedido mucho; la cocina no es generosa, no te da nada gratis, sin esfuerzo, sin dedicación, es una amante celosa que te quiere solo para ella, en ella, dentro de ella y su calor palpitante. 

La cocina en si misma, en la acepción de aparato o mecanismo para la cocción de los alimentos, los fogones propiamente dichos, son el corazón de cocina, del hogar mismo incluso; de hecho, hogar procede de hoguera, la cocina primitiva, la madre de todas las cocinas, habidas y por haber, alrededor de la que se reunía toda la familia, la tribu, para cocinar los alimentos y hacerlos mas comestibles, mas civilizados, en el camino evolutivo hacia una sociedad mas humanizada en el sentido filosófico de la palabra. La cocina, es por tanto, autentica filosofía. 

La llama primitiva, el fuego original y creador, ha sido siempre el elemento necesario para la cocción de los alimentos. Ya sea esta producida por la combustión de leña, carbón, gas o gasoil. Sin embargo, a finales del siglo XIX, aparecía la cocina eléctrica, donde la llama desaparecía siendo sustituida por la energía calórica de una resistencia. La desaparición de la llama, del fuego, supuso una antes y un después en la cocina. La magia de la electricidad fue seguramente el siguiente paso evolutivo del ser humano, capaz, por primera vez, de intervenir en las leyes naturales poniendo en marcha procesos energéticos artificiales. Mas tarde, las placas vitroceramicas, y finalmente las de inducción, convirtieron la cocina, el centro del núcleo familiar, y por tanto, el centro mismo del universo, en un espacio tecnológico de diseño en el que la preparación de los alimentos sea mas rápida, sana y por tanto eficiente. 

Sin embargo, la magia de la tecnología, con su fría y calculada efectividad, no puede sustituir el calor del fuego acariciando la piel, el reflejo anaranjado o rojizo de las llamas bajo la cazuela, ni aquella fascinación de las grandes llamaradas al flamear una sartén. El suyo es un fuego intelectualizado que cocina los alimentos sin apenas emoción, influyendo apenas nada en el resultado final; una cocina fría y limpia como el pupitre de un laboratorio. Nada que ver, por ejemplo, con las antiguas cocinas de carbón, que soplaban humo negro por sus chimeneas, mientras en su corazón, las brasas calentaban con furia las gruesas planchas de hierro dulce que las contenía. Mi primera cocina fue de carbón; una cocina antigua en un hotel antiguo. Era el verano de 1975, aparcaba mi bicicleta junto a la carbonera, llenaba varios capazos de carbón y los subía, uno a uno, y con gran esfuerzo, por una larga y empinada escalera hasta la cocina. Abría los dos fogones, introducía en cada uno de ellos unas hojas de periódico arrugadas, unas tablillas de madera, y una pala de carbón; encendía con una cerilla y mientras preparaba las ollas con el agua y la leche, para hacer los desayunos, la cocina se iba calentando poco a poco, emitiendo todo tipo de crujidos, auténticos gemidos del dragón que despertaba. Las manecillas de los hornos eran de cobre dorado, en forma de puños cerrados, y después de cada servicio, y tras lavar toda la cocina, tenia que frotarlas con vigor hasta que brillaran como si fueran de oro. Luego, bajaba hasta el bar de la esquina, donde el chef acostumbraba a tomarse un café, para decirle que había terminado. En ocasiones, el chef, antes de despedirme, subía a la cocina a comprobar mi trabajo; pasaba su pañuelo por la cocina, y si por desgracia se ensuciaba… otra vez a limpiar! 

Tras esa primera cocina, llegaron muchas más, todas ellas necesarias e importantes, o por lo menos, oportunas. Más grandes o más pequeñas, con más personal o menos, en todas ellas se repetían los mismos esquemas. Prácticamente todas eran cocinas con los fogones de gas, menos un par de ellas que fueron de gasoil. Estas cocinas, que funcionaban y funcionan aun con gasoil, como los camiones, no son más que antiguas cocinas de carbón, a las que se les incorpora un quemador, como el de las calefacciones. Recuerdo especialmente la de un hotel en Platja d’Aro, junto a la playa, donde estuve varios años de chef, que disponía de una gran cocina con cuatro quemadores que soplaban como si quisieran derribar la cocina entera. Cuando se ponía todo en marcha, el ruido era ensordecedor y el calor insoportable. Tenia que cantar las comandas con micrófono y amplificador para que el equipo de cocineros me escuchara. 

Años después, volví a tener una cocina de carbón, esta vez en un local de propiedad, el Posit de Pescadors. Aquel restaurante estaba, y esta, en el mismo centro del puerto de Arenys de Mar, como un gran barco anclado en el espigón del muelle esperando a zarpar. Cada madrugada lo poníamos en marcha encendiendo su gran cocina de carbón como si fuera el motor de la nave. Una gran columna de humo negro y denso como el mismo carbón que ardía, se levantaba del edificio a través de la chimenea, anunciando al vecindario entero, que el barco se ponía en marcha. A menudo subía a la azotea y me sentaba bajo la chimenea a observar la entrada y salida de los barcos, oteando el horizonte lejano, como hacia de niño en el puerto de Sant Feliu de Guixols, seguía buscando mi Nautilus, y aquel lugar, parecía idóneo para ello. Hacia el medio día la cocina ardía despiadadamente; las planchas se ponían incandescentes como una autentica forja, y cocinar sobre ellas era como remover las brasas del infierno. Aquella era una cocina terrible, hasta el punto que los camareros se negaban a entrar en ella y los cocineros enrojecíamos como langostas en agua hirviendo. 

Tal vez por eso, cuando mientras mi hijo Marc me explicaba los fundamentos de la cocina solar, una cocina amable, en todos los sentidos; respetuosa con el medio ambiente, y respetuosa con la misma comida, incapaz de quemar los alimentos y por supuesto, al cocinero, el concepto me pareció magnifico. Además, me gusto por que se trata de una tecnología comprensible, natural. Nada de ondas electromagnéticas ni cosas extrañas difíciles de explicar, tan solo el calor del Sol, la energía primogénita directamente, sin apenas intervención humana. Acostumbrado a usar la tecnología de última generación para controlar el calor grado a grado, el descubrimiento de la cocina solar, me llevo de nuevo a aquellos años felices de la infancia, cuando usábamos esa misma energía para quemar insectos con una lupa. Evidentemente, no se trata en modo alguno de una cocina alternativa, al menos en el mundo industrializado, sin embargo, si puede ser muy útil para detenernos, de tanto en tanto, y cuestionarnos el entorno tecnológico que nos rodea, y tal vez, nos condiciona demasiado.