Enfrentarse a la salvaje anatomía de un gran pescado, no es tarea fácil. Hay un momento, cuando el cocinero se planta frente a el, cuchillo en mano, mirándolo fijamente, analizando cuidadosamente el mejor lugar donde empezar a cortar, donde hundir la afilada herramienta para iniciar el complejo despiece del animal, en que la duda es grande, tan grande como el mismo pescado, que tumbado sobre la mesa, aun mantiene esa arrogancia de animal salvaje, esa pose de depredador del mar, esa imagen poderosa y digna que lo hacían ser un rey bajo las aguas. La dificultad esta presente desde el principio; cuando una vez decidido el punto exacto en que la hoja de acero penetre la dura piel del animal, verdadero cuero, el cocinero ha de reseguir con el cuchillo el esqueleto cuidadosamente, intuyendo, donde están todas y cada una de las grandes espinas, las articulaciones, y todos los misterios de la anatomía del gran pescado, sea una gran mero, un soberbio emperador, un atún macizo o cualquier otro de los gigantes del mar; cada uno, con su propia arquitectura interior, cada uno distinto y complejo en si mismo, cada uno de ellos fascinante como seres mitológicos del mar, cada uno de ellos único entre los de su clase, individuos con nombre propio que se alejan de la uniformidad de los peces pequeños, de los pescados impersonales de bancos o cardúmenes.
La duda del cocinero proviene, en parte, de la dificultad de la operación, que si se hace mal, convierte el despiece del gran pescado en un fracaso económico, pues tan solo la habilidad y experiencia de un buen profesional podrá obtener de estos grandes animales un despiece razonable, adecuado, haciendo de cada uno de los trozos obtenidos, de cada uno de los músculos, las porciones adecuadas para una comercialización rentable. Pero lo que mas hace dudar al cocinero, al buen cocinero, es el miedo a hacerlo mal, a que su cuchillo equivoque el camino, tropiece con las espinas, se atasque en los recovecos mas íntimos del gran pescado y acabe haciendo una carnicería; un estropicio que haga de la muerte del animal un sacrificio inútil, baldío, dejando al final un cadáver horrendo solo apto para una cocina de aprovechamiento, de despojo, de caldo o rellenos. Y eso atenaza la mano del cocinero poco experto, si no es un irresponsable, un necio, por que sabe que el animal que yace sobre el tajo no es un cerdo de granja, ni un ave de batería, si no un aristócrata del mar, un señor del océano que ha viajado por mares que el jamás no ha visto, un coloso marino irrepetible, único, que un día tuvo mala suerte y acabo en las redes que lo llevaron a puerto.
Mi padre me enseño a despiezar grandes pescados; y lo hizo sin hacerlo, sin explicármelo, tan solo haciéndolo mientras yo lo miraba, que es como se aprende de verdad. No se si él, de alguna forma, entendía como yo entiendo la complejidad de la muerte necesaria del pescado, pero al ver como hundía el cuchillo en un gran mero, y dibujaba hábilmente con su hoja el contorno del pescado, para abrir sus lomos a continuación, como las hojas de un gran libro, una enciclopedia sobre el mar y sus misterios, al comprobar como su cuchillo cortaba la carne rosada como si no quisiera lastimarla, mientras la otra mano, casi sin darse cuenta, acariciaba el pescado como consolándolo, pienso que mi padre, efectivamente, sabia de la magnitud de la tragedia del pescado, entendía la necesidad de su muerte, pero admiraba al tiempo la extraña belleza del animal muerto, su dignidad intacta aun despiezado sobre la mesa, y finalmente, el lujo de disponer una parte de su cuerpo sobre un plato, a través de la alquimia culinaria, que hace de la muerte cultura y vida.
Tan solo un gran cocinero entiende eso, y mi padre lo era, por eso, cada vez que tengo un gran pescado sobre mi mesa de trabajo, antes de abrirlo, antes de cortarlo siquiera, lo miro detenidamente, estudio toda su anatomía, el brillo de sus ojos, la regularidad de sus escamas, las muescas de sus aletas, y fácilmente lo imagino nadando en un mar, cercano o lejano, dependiendo del pescado, y pienso en la vida que debió tener antes de que lo pescaran y acabara en mis manos. Se me ocurre a veces imaginar el carácter que tuvo por ejemplo un mero simplón, de cabeza ancha y aspecto bonachón, o la furia plateada de un gran emperador, autentico pescado mitológico, o incluso me pregunto el por que de la expresión vacía, atónita de un gigantesco atún. Y cuando hundo por fin el cuchillo en el lugar escogido, y empiezo a cortar la gruesa piel que se resiste, me imagino como el Viejo Santiago de Hemingway, sentado solo en su barca, luchando por sacar del agua a su gran pescado, pero sobre todo luchando contra si mismo y sus limitaciones, contra sus miedos, y finalmente, volviendo a la playa de la Habana y consiguiendo el respeto de todo el mundo.
Por ello, con cada uno de mis grandes pescados, el desafío siempre es el mismo, una apuesta personal; y siempre imagino a mi padre con su chaqueta blanca, y un cuchillo en la mano, a mi lado, vigilándome atentamente, desde el sitio en donde este, y diciéndome al oído, para que nadie mas le oiga, que si soy capaz de despiezar al gran pescado, con respeto, como el haría, tal vez, solo tal vez, un día llegare a ser tan buen chef como él fue.