viernes, 8 de mayo de 2009

La flor de mi cerezo.





Desde hace siglos los japoneses sienten verdadera devoción por los cerezos. La floración de estos árboles frutales es muy esperada cada año y determina la aparición en parques y jardines de numerosos grupos familiares que realizan picnics bajo sus exuberantes y olorosas copas blancas. Su veneración por los cerezos tiene connotaciones casi religiosas, y llega hasta tal punto que los hombres del tiempo japoneses anuncian región a región el momento aproximado de la caída de la flor.
Es cierto que la belleza de la flor del cerezo es sin duda destacable, su presencia enaltece el paisaje cercano y su inmaculado blanco contrasta con los rojos y amarillos vivos de otras flores propias de esta estación. La flor del cerezo, junto con la delicada flor del almendro, que cuando esta llega ya ha transmuta en capullo de verde terciopelo, y la aromática flor de azahar del naranjo, son en sí mismas tres gracias de la naturaleza, y su contemplación pasiva nos lleva a poco que nos dejamos ir hacia estados oníricos de placer espiritual.


Sin embargo, la fragilidad de la flor del cerezo es tal que su contemplación siempre conlleva el temor a lo efímero, la ansiedad de que tal belleza desaparezca tras unas ráfagas de viento traicionero, una tormenta fuera de tiempo, o una oscura helada de primavera rebelde. Entonces la belleza de esta flor habrá sido tan solo la de una mas de las flores del jardín, una belleza ornamental sin mas contenido que el puramente estético.






Por ello, los cocineros, que solemos ser poetas sólo lo justo y necesario, al placer de la recreación visual, al goce espiritual de lo etéreo, debemos añadir rápidamente el placer tangible de la degustación. Por eso tengo más que controlada la evolución de mi cerezo, un árbol que crece en el jardín de mi casa. De hecho, el cerezo, aunque corresponda al ámbito de las propiedades familiares, pertenece más que a nadie a mi mujer, que es la que lo cuida desde que era pequeño. Lo cuido como se cuida a un bebe cuando era tan solo un espigado palo con unas cuantas hojas verdes. Más tarde, cuando el árbol alcanzo la adolescencia, lo tuvo que enderezar con una guía para que no se torciera, como una madre, y ahora que el cerezo ha alcanzado la edad de la fertilidad, cuida con el mismo mimo y cuidado las ramas tiernas que le brotan cada año, de las blancas flores que las cubren, y de las pequeñas cerezas hasta que estén rojas.





Es en ese momento, y ni un minuto antes, cuando el resto de la familia nos acercamos a el. Es como un juego, un juego delicioso que consiste en escoger las cerezas mas rojas….esta si, esta no, esta si, esta también, esta quizás mañana, esta para después, esta ya la han picado los pájaros. La primera cereza estalla en la boca al morderla, la tersa piel roja se quiebra con un leve chasquido y el aroma de la fruta madura impregna todas las papilas gustativas de la lengua. Las siguientes cerezas son siempre mejores, mas maduras, mas concretas en sus matices y mas perfumadas en sus aromas. Ninguna de ellas llega a entrar siquiera ya no en la nevera, ni tan solo se acercan a la cocina, son comidas bajo el árbol, como Adán cuando comió la manzana … es tan bueno, tan placentero, que debe ser pecado.