lunes, 6 de febrero de 2012

EL FUEGO DE LA COCINA


Cocina. 
(Del lat. coquīna, de coquĕre, cocer). 
1. f. Pieza o sitio de la casa en el cual se guisa la comida. 
2. f. Aparato que hace las veces de fogón, con hornillos o fuegos y a veces horno. Puede calentar con carbón, gas, electricidad, etc. 


Cuando mi hijo Marc, me explico que había decidido hacer su trabajo de investigación de bachillerato sobre la cocina solar, no me extraño nada. Si la cocina es siempre, o casi siempre, el centro gravitatorio de la vida familiar, en nuestro caso, esto es doblemente cierto.
 La cocina, en la acepción de espacio físico dedicado a cocinar, a la elaboración de los alimentos, ha sido y es mi hábitat natural desde prácticamente toda la vida. Entre en mi primera cocina profesional - si es que alguna no lo es – hace treinta y seis años, y aun no he salido. A la cocina debo casi todo lo que soy, y casi todo lo que tengo; ella ha forjado mi carácter, mi forma de ser y entender la vida, y de ella ha salido los recursos para la formación, creación y evolución de mi familia. A cambio, me ha pedido mucho; la cocina no es generosa, no te da nada gratis, sin esfuerzo, sin dedicación, es una amante celosa que te quiere solo para ella, en ella, dentro de ella y su calor palpitante. 

La cocina en si misma, en la acepción de aparato o mecanismo para la cocción de los alimentos, los fogones propiamente dichos, son el corazón de cocina, del hogar mismo incluso; de hecho, hogar procede de hoguera, la cocina primitiva, la madre de todas las cocinas, habidas y por haber, alrededor de la que se reunía toda la familia, la tribu, para cocinar los alimentos y hacerlos mas comestibles, mas civilizados, en el camino evolutivo hacia una sociedad mas humanizada en el sentido filosófico de la palabra. La cocina, es por tanto, autentica filosofía. 

La llama primitiva, el fuego original y creador, ha sido siempre el elemento necesario para la cocción de los alimentos. Ya sea esta producida por la combustión de leña, carbón, gas o gasoil. Sin embargo, a finales del siglo XIX, aparecía la cocina eléctrica, donde la llama desaparecía siendo sustituida por la energía calórica de una resistencia. La desaparición de la llama, del fuego, supuso una antes y un después en la cocina. La magia de la electricidad fue seguramente el siguiente paso evolutivo del ser humano, capaz, por primera vez, de intervenir en las leyes naturales poniendo en marcha procesos energéticos artificiales. Mas tarde, las placas vitroceramicas, y finalmente las de inducción, convirtieron la cocina, el centro del núcleo familiar, y por tanto, el centro mismo del universo, en un espacio tecnológico de diseño en el que la preparación de los alimentos sea mas rápida, sana y por tanto eficiente. 

Sin embargo, la magia de la tecnología, con su fría y calculada efectividad, no puede sustituir el calor del fuego acariciando la piel, el reflejo anaranjado o rojizo de las llamas bajo la cazuela, ni aquella fascinación de las grandes llamaradas al flamear una sartén. El suyo es un fuego intelectualizado que cocina los alimentos sin apenas emoción, influyendo apenas nada en el resultado final; una cocina fría y limpia como el pupitre de un laboratorio. Nada que ver, por ejemplo, con las antiguas cocinas de carbón, que soplaban humo negro por sus chimeneas, mientras en su corazón, las brasas calentaban con furia las gruesas planchas de hierro dulce que las contenía. Mi primera cocina fue de carbón; una cocina antigua en un hotel antiguo. Era el verano de 1975, aparcaba mi bicicleta junto a la carbonera, llenaba varios capazos de carbón y los subía, uno a uno, y con gran esfuerzo, por una larga y empinada escalera hasta la cocina. Abría los dos fogones, introducía en cada uno de ellos unas hojas de periódico arrugadas, unas tablillas de madera, y una pala de carbón; encendía con una cerilla y mientras preparaba las ollas con el agua y la leche, para hacer los desayunos, la cocina se iba calentando poco a poco, emitiendo todo tipo de crujidos, auténticos gemidos del dragón que despertaba. Las manecillas de los hornos eran de cobre dorado, en forma de puños cerrados, y después de cada servicio, y tras lavar toda la cocina, tenia que frotarlas con vigor hasta que brillaran como si fueran de oro. Luego, bajaba hasta el bar de la esquina, donde el chef acostumbraba a tomarse un café, para decirle que había terminado. En ocasiones, el chef, antes de despedirme, subía a la cocina a comprobar mi trabajo; pasaba su pañuelo por la cocina, y si por desgracia se ensuciaba… otra vez a limpiar! 

Tras esa primera cocina, llegaron muchas más, todas ellas necesarias e importantes, o por lo menos, oportunas. Más grandes o más pequeñas, con más personal o menos, en todas ellas se repetían los mismos esquemas. Prácticamente todas eran cocinas con los fogones de gas, menos un par de ellas que fueron de gasoil. Estas cocinas, que funcionaban y funcionan aun con gasoil, como los camiones, no son más que antiguas cocinas de carbón, a las que se les incorpora un quemador, como el de las calefacciones. Recuerdo especialmente la de un hotel en Platja d’Aro, junto a la playa, donde estuve varios años de chef, que disponía de una gran cocina con cuatro quemadores que soplaban como si quisieran derribar la cocina entera. Cuando se ponía todo en marcha, el ruido era ensordecedor y el calor insoportable. Tenia que cantar las comandas con micrófono y amplificador para que el equipo de cocineros me escuchara. 

Años después, volví a tener una cocina de carbón, esta vez en un local de propiedad, el Posit de Pescadors. Aquel restaurante estaba, y esta, en el mismo centro del puerto de Arenys de Mar, como un gran barco anclado en el espigón del muelle esperando a zarpar. Cada madrugada lo poníamos en marcha encendiendo su gran cocina de carbón como si fuera el motor de la nave. Una gran columna de humo negro y denso como el mismo carbón que ardía, se levantaba del edificio a través de la chimenea, anunciando al vecindario entero, que el barco se ponía en marcha. A menudo subía a la azotea y me sentaba bajo la chimenea a observar la entrada y salida de los barcos, oteando el horizonte lejano, como hacia de niño en el puerto de Sant Feliu de Guixols, seguía buscando mi Nautilus, y aquel lugar, parecía idóneo para ello. Hacia el medio día la cocina ardía despiadadamente; las planchas se ponían incandescentes como una autentica forja, y cocinar sobre ellas era como remover las brasas del infierno. Aquella era una cocina terrible, hasta el punto que los camareros se negaban a entrar en ella y los cocineros enrojecíamos como langostas en agua hirviendo. 

Tal vez por eso, cuando mientras mi hijo Marc me explicaba los fundamentos de la cocina solar, una cocina amable, en todos los sentidos; respetuosa con el medio ambiente, y respetuosa con la misma comida, incapaz de quemar los alimentos y por supuesto, al cocinero, el concepto me pareció magnifico. Además, me gusto por que se trata de una tecnología comprensible, natural. Nada de ondas electromagnéticas ni cosas extrañas difíciles de explicar, tan solo el calor del Sol, la energía primogénita directamente, sin apenas intervención humana. Acostumbrado a usar la tecnología de última generación para controlar el calor grado a grado, el descubrimiento de la cocina solar, me llevo de nuevo a aquellos años felices de la infancia, cuando usábamos esa misma energía para quemar insectos con una lupa. Evidentemente, no se trata en modo alguno de una cocina alternativa, al menos en el mundo industrializado, sin embargo, si puede ser muy útil para detenernos, de tanto en tanto, y cuestionarnos el entorno tecnológico que nos rodea, y tal vez, nos condiciona demasiado.