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sábado, 23 de noviembre de 2013

El ilusorio sabor de la fresa



¿A que sabe la fresa? La pregunta no es baladí, ni su respuesta evidente.  Si reflexionamos tan solo unos instantes, nos daremos cuenta que la fresa, no sabe a fresa.  En realidad, el sabor que asociamos a esta fruta roja, no es   el suyo, si no un sabor ficticio, imaginario.  El sabor fresa que nuestra memoria organoléptica identifica,  es ilusorio; es el del helado en cucurucho, del yogur de sabores, del chicle, del salvavidas y la pelota de plástico, de la playa en verano  y el aftersun,  del  dentífrico infantil y la golosina más dulce, de la tarta y la mermelada. Y es que este sabor fresa, como sucede tambien con otras frutas, como el limón o la naranja, esta  diseñado y sintetizado,  un concepto insdustrializado; más que el sabor de una fruta, es el de una actitud, un estado de conciencia  alegre y despreocupado;  es un sabor cándido, ingenuo,  que nos sugiere ciertos aspectos del placer  mas inocente, mas fácilmente apetecible, mas sugestivo, y probablemente, el sabor fresa, es el del primer beso. Un beso cuasi infantil, tibio, adolescente.

La fresa en si misma es sin embargo la más sugestiva de las frutas;  su color rojo intenso, pasional, y su sabor natural, fresco y fragante, dulcemente acidulado, predispone a juegos de seducción y placer adulto. Y si cubrimos la fresa con un vestido satinado de suave y brillante chocolate, o tal vez la sumergiéramos en las burbujas de una copa de champagne, entonces, toda la inocencia de esta fruta desaparece  y se convierte en sensual golosina. 



domingo, 16 de diciembre de 2012

Nuestro salvaje madroño


No es nuestro madroño un árbol domestico, de jardín. Aunque esta plantado y enraizado junto a la verja, entre un naranjo enano y un melocotonero voluptuoso – del que ya hablaremos otro día -  es evidente que no olvida en ningún momento, que sus orígenes son distintos al de  sus compañeros del jardín. Efectivamente, no  fuimos a buscarlo  a ninguna gran superficie, ni tan siquiera a un garden center especializado. Como otros árboles o arbolitos del jardín, matorrales, y numerosas plantas, su origen es silvestre, de alguno de los numerosos bosques que afortunadamente, tenemos tan cerca de casa. La idea es reproducir en nuestro jardín, ese paisaje tan cercano, tan íntimo, en unas proporciones humanas, a nuestra medida;  un lugar en el que recrear las sensaciones del bosque perdido, aquel bosque salvaje e indómito que acogió nuestras aventuras infantiles.

Pero esta claro que la participación del madroño en nuestro  proyecto no es ni muchos menos que entusiasta. Y lo demuestra activamente en su manera de crecer, lentamente, con una parsimonia calculada completamente ajena al ímpetu de sus congéneres silvestre. O también en su tacañería  a la hora de ofrecernos sus deliciosos frutos rojos, tan solo un par de puñados por temporada. La suya es una actitud distante, arrogante tal vez,  con sus ramas mas altas que parecen buscar, tras las rejas que lo contienen, aquel horizonte boscoso del que fue arrancado en su niñez. Hace tres Navidades, decidimos vestirlo de luces, hacerle participe del calor familiar, de la magia navideña. Cuando estaba entre las ramas mas altas de su copa, subido en una escalera oscilante, colocándole ciento veinte bombillitas de colores, el madroño debió pensar que aquello era demasiado, y si contemplación alguna, me golpeo con su rama mas gruesa,  de forma que tras perder el equilibrio, caí violentamente envuelto entre cables de colores, sobre mi mujer, que sujetaba la escalera tratando de evitar una catástrofe predecible. Contusionados los dos, decidimos aquella tarde,  desistir en domesticar aquel árbol salvaje.

Que distintos son en cambio los madroños silvestres, con que bondad hacen mas acogedores los bosques, y con que gracia y alegría  jalonan caminos y senderos;  sobre todo cuando el frio del invierno hace brotar sus frutos rojos, cerezas del bosque,  que adornan sus ramas convirtiéndolos en  auténticos arboles de Navidad.  Su presencia es entonces  evocadora de la generosidad del bosque y la vida que contiene. Y sus frutos rojos, llamativas golosinas silvestres para saciar los apetitos salvajes de los animales, y  golosa recompensa de excursionistas ocasionales  y buscadores de aventura.
Nuestro madroño salvaje, en su aparente indiferencia,  añora aquel bosque en el que floreció por primera vez.  Es fácil sentarse bajo sus ramas, y mirando sus verdes hojas,  jugar con el aire triste de cualquier tarde invernal,  dejarse arropar por el melancólico  recuerdo,  de un bosque perdido en algún momento  en el tiempo entre la infancia y la juventud, en el que el buen salvaje de Rousseau, se convirtió, casi de repente, y seguramente sin poder evitarlo, en el Leviatán de Thomas Hobbes. 





viernes, 30 de noviembre de 2012

LA ELEGANCIA DEL PALOSANTO






El caqui.
De entre todas las frutas dulces, es el caqui sin duda alguna la mas golosa. Su trémula pulpa rojiza,  se ofrece al paladar  cual postre de aromática gelatina  y su textura es tan sugerente, que hacen que el caqui no sea una fruta apta para bocas refinadas. Muy al contrario, la degustación de esta fruta, requiere de una cierta glotonería, una apetencia natural hacia el exceso, y un gusto desmesurado para  lo dulce. Y es que el caqui hay que comerlo con gula, sin aprensiones estéticas, rompiendo su finísima piel transparente, y dejando que su pulpa estalle sobre el plato para comerla con cuchara. Después, hay que relamer las pieles hasta dejarlas limpias, con fruición, dejando tal vez  alguna gota regalimar  por la comisura de los labios, como el recuerdo de un beso. ¡Pero hay si el caqui no esta bien maduro! Entonces  será la más áspera  de las frutas, de tal forma y con tanta intensidad, que sus taninos transformaran nuestra legua en cartón.


El palosanto
Es fácil dejarse sugestionar con la elegancia indiscutible del palosanto; sobre todo cuando los frutos han alcanzado ese rojo intenso, como  pequeños soles de invierno, y las ramas desnudas han perdido el follaje verde del verano, y los dramaticos ocres otoñales o casi a punto de acabar, dibujando en el aire un  delicado  ikebana.   La contemplación detenida de un hermoso palosanto en ese instante, es entonces autentica poesía  haiku. Y si se trata de uno de esos viejos árboles, que tal vez  ven pasar el tiempo junto a una higuera retorcida por la edad, o un granado asilvestrado por el abandono,  frente a la fachada semi derruida de una antigua casa de campo abandonada,  entonces la imagen  será invariablemente triste y melancólica, y los caquis caídos en el suelo, serán la metáfora de la vida que pasa, a pesar de todo,  año tras año, estación tras estación. 

martes, 18 de septiembre de 2012

Moras y los frutos del bosque perdido



Los frutos del bosque, aparecen en mi memoria como adornos comestibles,  engalanando los arbustos y arboles propios  del campo que me vio crecer, corriendo,  entre sus verdes cortinajes, escribiendo salvajes aventuras imaginarias; copiadas de los libros que me acompañaron en mi infancia; las aventuras de Tom Sawyer, Huckleberry  Finn,  o mas tarde, los Cinco,  de Enid Blyton. Fresas silvestres, frambuesas delicadas, grosellas traslucidas, sobrios arándanos   o aquellas moras,  que iban del rojo áspero y llamativo, al negro discreto y  dulzón. Sin embargo, jamás en ninguno de mis bosques,  logre encontrar casi ninguna de estas frutas; tal vez propias de la campiña inglesa literaria, o de los prados del oeste americano de Lucky Luke, o sencillamente, tan solo  licencias literarias con las que embellecer entrañables descripciones,  que me hacían soñar mundos lejanos,  maravillosos, tal vez por su misma lejanía. 

En todo caso, mis bosques inmediatos, aquellos en los que corría, con pantalones cortos y los bolsillos vacios,  desgarrando calcetines entre sus espinosos matorrales, nunca me ofrecieron un repertorio tan amplio y  colorido de frutas. Tan solo los madroños, que adornan sus ramas en invierno como arboles de Navidad suculentos;  y por supuesto, las zarzamoras, autenticas cenefas espinosas de aquellos caminos y sendas que me perdían, como a   Hansel y Gretel, hacia el bosque más mágico y remoto. Cogía aquellas moras negras y calientes bajo el Sol, disfrutando cada una de ellas, con parsimònia, dejándome llevar como un auténtico hijo del bosque, salvaje inocente en la naturaleza. Las moras eran el regalo, la recompensa y la promesa de un bosque amable y misterioso,  que me acogía sin embargo,  en su seno,  como a una mas de sus criaturas. 
 


martes, 8 de mayo de 2012

Los nísperos de Sherezade



El nisperero es sin duda alguna el mas exótico de los arboles frutales de nuestro jardín. Tiene además la ventaja, de que el suyo no es un posado veraniego, temporal, como el de los otros arboles exóticos que le acompañan alrededor; sus gruesas hojas verdes permanecen todo el año del mismo color, como si su misma naturaleza tropical se negara a ceder frente al mas frio clima mediterráneo. El nisperero eclosiona en primavera con una floración discreta, tímida, y sus frutos, los nísperos, aparecen a principios de verano siendo así la primera en aparecer de las frutas estivales. Es por tanto su presencia en las fruterías un aviso evidente que ha llegado el verano, y que pronto aparecerán las otras frutas que le suceden  en el calendario del huerto frutal: las ciruelas, los albaricoques, las cerezas, y mas tarde toda la aromática familia de los melocotones. 

El exotismo del níspero no sugiere sin embargo imágenes tropicales de paraísos lejanos, postales propias de catálogos viajeros o novelas de Salgari o Defoe.  La originalidad de lo exótico del níspero, es la de un pasaje próximo, geográficamente vecino y culturalmente muy cercano. Es el exotismo sugerente del oriente árabe, del patio cubierto de azulejos azulones  y la fuente central; del jardín de mil flores, claveles, geranios y jazmines y los arboles cubiertos de azahar. El níspero es la fruta de las mil y una noches de Sherezade, como las granadas y los pistachos,  de los cuentos de La Alhambra de  Washington Irving, y una muestra evidente que la despensa mediterránea atesora algunos matices exóticos que la hacen tan fascinante y compleja. 
El sabor del níspero es por tanto un sabor veraniego, alegre y ligero, poco aromático pero refrescante, idóneo, como otras frutas de hueso, para tomar entre comidas, a media mañana, o por la tarde, cuando apetece un bocado inapetente, distraído. Los huesos del níspero, son negros y suaves, como las cuencas de un collar; apetece mantenerlos en la boca, como los de las olivas, sin embargo, hay que tener cuidado, pues tienen pequeñas dosis de cianuro. Y es que lo exótico, tiene sus riesgos, tal vez por ello, es tan atractivo.   

martes, 31 de mayo de 2011

EL LIMONERO FIEL



De entre todos los arboles del jardín, es nuestro limonero el mas antiguo; eso si, sin contar el gigantesco pino que ya estaba aquí antes de llegar nosotros, formando parte del paisaje boscoso que domestiquemos construyendo la casa. La sombra del gran pino cubre por las tardes casi todo el edificio, y a sus pies, entre las raíces que recorren el subsuelo mas inmediato, reposan eternamente algunas de las mascotas familiares, que durante mas de veinticinco años, han acompañado a la familia. Pero esa es otra historia. No es el caso de el limonero. A el lo plantamos junto a otros árboles frutales en 1985, el año en que construimos la casa y nació nuestro primer hijo. Un año iniciatico en que todo era nuevo y mejor; estrenábamos casa y pretendíamos construir un jardín idílico en el que cultivar, como en un utópico paraíso, todo tipo de árboles frutales que llenaran de color y sabor primaveras y veranos.

Así, con mas ilusión que conocimientos, plantamos con una alegría casi adolescente cerezos, manzanos, perales, melocotoneros de dos o tres especies, un ciruelo, un albaricoque, y creo recordar que hasta un exotico persico . También plantamos algunas parras que prometían uvas dulcisimas y dos o tres matas de frambuesas y grosellas. Y por supuesto, en semejante vergel, no podían faltar los cítricos, un naranjo y el limonero.
Las primeras floraciones primaverales fueron estremecedoras. La eclosión pautada de las distintas flores, que se iniciaba con el primer sol caliente de finales de marzo o primeros de abril, vestía nuestro jardín de encajes blancos con suaves matices azulados o rosas, como el vaporoso vestido de una novia, como la promesa de un calido beso, de un amor de verano. Pero los racimos de flores se deshacían en el aire día a día, y la fruta prometida, apenas cubría la mínima expectativa. Pronto descubrimos que la ilusión, no es abono suficiente para hacer fructíferos los arboles, ni sustituye eficazmente los conocimientos necesarios para hacer crecer nuestro vergel idílico. La poesía dejo paso entonces a la química preventiva, las tijeras de podar, y el romanticismo, se fue perdiendo poco a poco, a medida en que los melocotones se llenaban de gusanos, las peras se caían al suelo aun verdes, los albaricoques salían de tres en tres cada año, o las manzanas, las codiciadas manzanas, jamás llegaron a aparecer.
Algunos árboles morían, por si solos, sin causa aparente. Otros, sencillamente se quedaban años y años con el mismo aspecto de recién sembrados, como resignados a una permanente edad infantil. Los había que crecían y se hacían mayores, robustos, pero completamente estériles, eunucos entre los de su especie. Y luego estaban los que abarrotaban sus ramas con fruta hasta hacerlas tocar el suelo, unas frutas que se estropeaban todas antes de madurar. Leímos libros, estudiemos cada uno de los árboles y tratamos de procurarles todo cuanto necesitaran, pero solo algunos lo consiguieron.
De entre todos, el limonero, es el único superviviente de aquel jardín original. Junto a tres o cuatro plantas mas, como una gran cubana que ganamos en una tómbola cuando era una breve plantita en maceta, y que vive como una gran señora en un rincón del jardín, o dos pequeñas higueras que custodian la puerta del garaje desde hace mas de veinticinco años. Plantado en un lateral del jardín, junto a la pared de la cocina, el limonero ha crecido despacio, elevando sus ramas desordenadamente hacia el sol que solo le visita a partir del medio día. Ha tenido suficiente. No es el nuestro un limonero bonito, redondo, de vida fácil y rutilante aspecto. Sus retorcidas ramas, su corto y poco grueso tronco, apenas suficiente para aguantar en pie su gran envergadura, dan buena cuenta de las dificultades que ha tenido para alcanzar su edad. Crudas heladas de invierno, fuertes tramontanas que lo movieron todo, lluvias torrenciales, e inexpertas podadas, lo han puesto a prueba en numerosas ocasiones. Pero el sigue ahí, clavado en un suelo que ya es suyo, ofreciéndonos sus limones todo el año, como un compañero fiel, que nos recuerda, a todos, continuamente, que el jardín del paraíso, sigue estando ahí.

lunes, 19 de octubre de 2009

LA PRIMERA GRANADA




No es la granada una fruta fácil. Su aspecto es rústico y poco prometedor, tiene algunos de los colores del otoño, y su presencia recuerda inmediatamente que su origen es rural y arcaico. Mi primera granada de este año, no es una granada cualquiera, proviene de un granado solitario, un árbol viejo y retorcido que sobrevive, abandonado, junto a la ruina de la que fue una casa de payés. Es por tanto un árbol libre, independiente, que vive y dignifica, con su presencia magnífica, un espacio que fue huerto civilizado, y que hoy, es sólo un espacio asilvestrado entre edificios sin alma.

El granado, ajeno a su soledad, completa imperturbable los ciclos naturales, y cada otoño, eclosiona en su particular primavera, llenando sus ramas con frutos, que crecen en ellas hasta el punto exacto de maduración. Poco a poco, con la piel brillante y rojiza, reventados por el tenue sol de octubre, y aireados por la tramontana, caen al suelo con la costra agrietada, goteando
un jarabe rojo y espeso que atrae a los insectos que las devoran. La gente pasa por la calle, al lado del huerto abandonado, sin hacer caso, son granadas liberadas, sin valor comercial, y por tanto poco atractivas.

La granada madura se abre con los dedos, como un cofre lleno de pequeños rubíes comestibles. Es el suyo un perfume intenso, azucarado, dulce como un jarabe para niños, y aromático como un paisaje boscoso de otoño. Su degustación tampoco es fácil, requiere decisión, no es fruta de niños ni de personas con manías, hay que masticar las pequeñas semillas, al hacerlo, los granos estallan en la boca como pequeñas cápsulas de gusto.



La primera granada es la señal. El invierno se acerca.

viernes, 8 de mayo de 2009

La flor de mi cerezo.





Desde hace siglos los japoneses sienten verdadera devoción por los cerezos. La floración de estos árboles frutales es muy esperada cada año y determina la aparición en parques y jardines de numerosos grupos familiares que realizan picnics bajo sus exuberantes y olorosas copas blancas. Su veneración por los cerezos tiene connotaciones casi religiosas, y llega hasta tal punto que los hombres del tiempo japoneses anuncian región a región el momento aproximado de la caída de la flor.
Es cierto que la belleza de la flor del cerezo es sin duda destacable, su presencia enaltece el paisaje cercano y su inmaculado blanco contrasta con los rojos y amarillos vivos de otras flores propias de esta estación. La flor del cerezo, junto con la delicada flor del almendro, que cuando esta llega ya ha transmuta en capullo de verde terciopelo, y la aromática flor de azahar del naranjo, son en sí mismas tres gracias de la naturaleza, y su contemplación pasiva nos lleva a poco que nos dejamos ir hacia estados oníricos de placer espiritual.


Sin embargo, la fragilidad de la flor del cerezo es tal que su contemplación siempre conlleva el temor a lo efímero, la ansiedad de que tal belleza desaparezca tras unas ráfagas de viento traicionero, una tormenta fuera de tiempo, o una oscura helada de primavera rebelde. Entonces la belleza de esta flor habrá sido tan solo la de una mas de las flores del jardín, una belleza ornamental sin mas contenido que el puramente estético.






Por ello, los cocineros, que solemos ser poetas sólo lo justo y necesario, al placer de la recreación visual, al goce espiritual de lo etéreo, debemos añadir rápidamente el placer tangible de la degustación. Por eso tengo más que controlada la evolución de mi cerezo, un árbol que crece en el jardín de mi casa. De hecho, el cerezo, aunque corresponda al ámbito de las propiedades familiares, pertenece más que a nadie a mi mujer, que es la que lo cuida desde que era pequeño. Lo cuido como se cuida a un bebe cuando era tan solo un espigado palo con unas cuantas hojas verdes. Más tarde, cuando el árbol alcanzo la adolescencia, lo tuvo que enderezar con una guía para que no se torciera, como una madre, y ahora que el cerezo ha alcanzado la edad de la fertilidad, cuida con el mismo mimo y cuidado las ramas tiernas que le brotan cada año, de las blancas flores que las cubren, y de las pequeñas cerezas hasta que estén rojas.





Es en ese momento, y ni un minuto antes, cuando el resto de la familia nos acercamos a el. Es como un juego, un juego delicioso que consiste en escoger las cerezas mas rojas….esta si, esta no, esta si, esta también, esta quizás mañana, esta para después, esta ya la han picado los pájaros. La primera cereza estalla en la boca al morderla, la tersa piel roja se quiebra con un leve chasquido y el aroma de la fruta madura impregna todas las papilas gustativas de la lengua. Las siguientes cerezas son siempre mejores, mas maduras, mas concretas en sus matices y mas perfumadas en sus aromas. Ninguna de ellas llega a entrar siquiera ya no en la nevera, ni tan solo se acercan a la cocina, son comidas bajo el árbol, como Adán cuando comió la manzana … es tan bueno, tan placentero, que debe ser pecado.