No he podido resistirme. El pescadero me ha traído unas doradas extraordinarias, salvajes, grandes, de entre tres y cuatro kilos cada una, brillantes como el acero de un cuchillo nuevo y con la frente tan dorada como un adorno de Navidad. La fascinación por el pescado, viene dada por su misma naturaleza salvaje, indómita; y su presencia en la cocina, es siempre la consecuencia de la lucha ancestral del ser humano por su propia supervivencia. La pesca, como la caza también, representa la continuidad evolutiva del hombre a lo largo de su historia, de su geografía física y mental, y su práctica activa resortes mentales más propios de la intuición, del instinto primitivo, que de la educación social. Por ello, la foto del pescador enseñando su trofeo, presumiendo del tamaño de su presa, es la imagen pura de la reafirmación de la masculinidad.
La foto típica tópica del cocinero mostrando a la cámara un gran pescado, o tal vez una buena langosta, responde sin embargo a otros resortes mentales. Evidentemente, el cocinero no es un cazador, al menos en su cocina; sin embargo, al levantar orgulloso el gran pescado, esta también, enviando un claro mensaje al espectador que lo contempla, esta diciendo con toda claridad
– ¡! Mirar, daros cuenta que buen pescado, con que producto tan extraordinario que trabajo ¡¡ Que grande y que fresco ¡! – Es un alegato de profesionalidad, de satisfacción por el trabajo y orgullo por el propio oficio. Por eso he cogido la más grande de las doradas y me he hecho fotografiar con ella, sopesándola en mis manos como un autentico trofeo, alardeando de ella como un autentico regalo con el que voy a disfrutar un buen rato, primero al limpiarla y hermosearla, y después al cocinarla.
La transformación de la naturaleza salvaje en alimento aceptable y comprensible para el ser humano, mas o menos civilizado, es la autentica magia de la cocina; sin embargo, para evitar que esta alquimia culinaria acabe desnaturalizando completamente el producto, el buen cocinero debe tratarlo con gran respeto, con mimo, como si cada pescado fuera único, cada ave fuese especial, o cada lechuga, la ultima lechuga del mundo. Es fácil entonces, dejarse llevar, deslizar los dedos sobre el lomo plateado de una gran dorada salvaje, y mirándole a los ojos, susurrarle, casi sin darse cuenta, palabras de admiración.