lunes, 19 de octubre de 2009

LA PRIMERA GRANADA




No es la granada una fruta fácil. Su aspecto es rústico y poco prometedor, tiene algunos de los colores del otoño, y su presencia recuerda inmediatamente que su origen es rural y arcaico. Mi primera granada de este año, no es una granada cualquiera, proviene de un granado solitario, un árbol viejo y retorcido que sobrevive, abandonado, junto a la ruina de la que fue una casa de payés. Es por tanto un árbol libre, independiente, que vive y dignifica, con su presencia magnífica, un espacio que fue huerto civilizado, y que hoy, es sólo un espacio asilvestrado entre edificios sin alma.

El granado, ajeno a su soledad, completa imperturbable los ciclos naturales, y cada otoño, eclosiona en su particular primavera, llenando sus ramas con frutos, que crecen en ellas hasta el punto exacto de maduración. Poco a poco, con la piel brillante y rojiza, reventados por el tenue sol de octubre, y aireados por la tramontana, caen al suelo con la costra agrietada, goteando
un jarabe rojo y espeso que atrae a los insectos que las devoran. La gente pasa por la calle, al lado del huerto abandonado, sin hacer caso, son granadas liberadas, sin valor comercial, y por tanto poco atractivas.

La granada madura se abre con los dedos, como un cofre lleno de pequeños rubíes comestibles. Es el suyo un perfume intenso, azucarado, dulce como un jarabe para niños, y aromático como un paisaje boscoso de otoño. Su degustación tampoco es fácil, requiere decisión, no es fruta de niños ni de personas con manías, hay que masticar las pequeñas semillas, al hacerlo, los granos estallan en la boca como pequeñas cápsulas de gusto.



La primera granada es la señal. El invierno se acerca.

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