lunes, 6 de febrero de 2012

EL FUEGO DE LA COCINA


Cocina. 
(Del lat. coquīna, de coquĕre, cocer). 
1. f. Pieza o sitio de la casa en el cual se guisa la comida. 
2. f. Aparato que hace las veces de fogón, con hornillos o fuegos y a veces horno. Puede calentar con carbón, gas, electricidad, etc. 


Cuando mi hijo Marc, me explico que había decidido hacer su trabajo de investigación de bachillerato sobre la cocina solar, no me extraño nada. Si la cocina es siempre, o casi siempre, el centro gravitatorio de la vida familiar, en nuestro caso, esto es doblemente cierto.
 La cocina, en la acepción de espacio físico dedicado a cocinar, a la elaboración de los alimentos, ha sido y es mi hábitat natural desde prácticamente toda la vida. Entre en mi primera cocina profesional - si es que alguna no lo es – hace treinta y seis años, y aun no he salido. A la cocina debo casi todo lo que soy, y casi todo lo que tengo; ella ha forjado mi carácter, mi forma de ser y entender la vida, y de ella ha salido los recursos para la formación, creación y evolución de mi familia. A cambio, me ha pedido mucho; la cocina no es generosa, no te da nada gratis, sin esfuerzo, sin dedicación, es una amante celosa que te quiere solo para ella, en ella, dentro de ella y su calor palpitante. 

La cocina en si misma, en la acepción de aparato o mecanismo para la cocción de los alimentos, los fogones propiamente dichos, son el corazón de cocina, del hogar mismo incluso; de hecho, hogar procede de hoguera, la cocina primitiva, la madre de todas las cocinas, habidas y por haber, alrededor de la que se reunía toda la familia, la tribu, para cocinar los alimentos y hacerlos mas comestibles, mas civilizados, en el camino evolutivo hacia una sociedad mas humanizada en el sentido filosófico de la palabra. La cocina, es por tanto, autentica filosofía. 

La llama primitiva, el fuego original y creador, ha sido siempre el elemento necesario para la cocción de los alimentos. Ya sea esta producida por la combustión de leña, carbón, gas o gasoil. Sin embargo, a finales del siglo XIX, aparecía la cocina eléctrica, donde la llama desaparecía siendo sustituida por la energía calórica de una resistencia. La desaparición de la llama, del fuego, supuso una antes y un después en la cocina. La magia de la electricidad fue seguramente el siguiente paso evolutivo del ser humano, capaz, por primera vez, de intervenir en las leyes naturales poniendo en marcha procesos energéticos artificiales. Mas tarde, las placas vitroceramicas, y finalmente las de inducción, convirtieron la cocina, el centro del núcleo familiar, y por tanto, el centro mismo del universo, en un espacio tecnológico de diseño en el que la preparación de los alimentos sea mas rápida, sana y por tanto eficiente. 

Sin embargo, la magia de la tecnología, con su fría y calculada efectividad, no puede sustituir el calor del fuego acariciando la piel, el reflejo anaranjado o rojizo de las llamas bajo la cazuela, ni aquella fascinación de las grandes llamaradas al flamear una sartén. El suyo es un fuego intelectualizado que cocina los alimentos sin apenas emoción, influyendo apenas nada en el resultado final; una cocina fría y limpia como el pupitre de un laboratorio. Nada que ver, por ejemplo, con las antiguas cocinas de carbón, que soplaban humo negro por sus chimeneas, mientras en su corazón, las brasas calentaban con furia las gruesas planchas de hierro dulce que las contenía. Mi primera cocina fue de carbón; una cocina antigua en un hotel antiguo. Era el verano de 1975, aparcaba mi bicicleta junto a la carbonera, llenaba varios capazos de carbón y los subía, uno a uno, y con gran esfuerzo, por una larga y empinada escalera hasta la cocina. Abría los dos fogones, introducía en cada uno de ellos unas hojas de periódico arrugadas, unas tablillas de madera, y una pala de carbón; encendía con una cerilla y mientras preparaba las ollas con el agua y la leche, para hacer los desayunos, la cocina se iba calentando poco a poco, emitiendo todo tipo de crujidos, auténticos gemidos del dragón que despertaba. Las manecillas de los hornos eran de cobre dorado, en forma de puños cerrados, y después de cada servicio, y tras lavar toda la cocina, tenia que frotarlas con vigor hasta que brillaran como si fueran de oro. Luego, bajaba hasta el bar de la esquina, donde el chef acostumbraba a tomarse un café, para decirle que había terminado. En ocasiones, el chef, antes de despedirme, subía a la cocina a comprobar mi trabajo; pasaba su pañuelo por la cocina, y si por desgracia se ensuciaba… otra vez a limpiar! 

Tras esa primera cocina, llegaron muchas más, todas ellas necesarias e importantes, o por lo menos, oportunas. Más grandes o más pequeñas, con más personal o menos, en todas ellas se repetían los mismos esquemas. Prácticamente todas eran cocinas con los fogones de gas, menos un par de ellas que fueron de gasoil. Estas cocinas, que funcionaban y funcionan aun con gasoil, como los camiones, no son más que antiguas cocinas de carbón, a las que se les incorpora un quemador, como el de las calefacciones. Recuerdo especialmente la de un hotel en Platja d’Aro, junto a la playa, donde estuve varios años de chef, que disponía de una gran cocina con cuatro quemadores que soplaban como si quisieran derribar la cocina entera. Cuando se ponía todo en marcha, el ruido era ensordecedor y el calor insoportable. Tenia que cantar las comandas con micrófono y amplificador para que el equipo de cocineros me escuchara. 

Años después, volví a tener una cocina de carbón, esta vez en un local de propiedad, el Posit de Pescadors. Aquel restaurante estaba, y esta, en el mismo centro del puerto de Arenys de Mar, como un gran barco anclado en el espigón del muelle esperando a zarpar. Cada madrugada lo poníamos en marcha encendiendo su gran cocina de carbón como si fuera el motor de la nave. Una gran columna de humo negro y denso como el mismo carbón que ardía, se levantaba del edificio a través de la chimenea, anunciando al vecindario entero, que el barco se ponía en marcha. A menudo subía a la azotea y me sentaba bajo la chimenea a observar la entrada y salida de los barcos, oteando el horizonte lejano, como hacia de niño en el puerto de Sant Feliu de Guixols, seguía buscando mi Nautilus, y aquel lugar, parecía idóneo para ello. Hacia el medio día la cocina ardía despiadadamente; las planchas se ponían incandescentes como una autentica forja, y cocinar sobre ellas era como remover las brasas del infierno. Aquella era una cocina terrible, hasta el punto que los camareros se negaban a entrar en ella y los cocineros enrojecíamos como langostas en agua hirviendo. 

Tal vez por eso, cuando mientras mi hijo Marc me explicaba los fundamentos de la cocina solar, una cocina amable, en todos los sentidos; respetuosa con el medio ambiente, y respetuosa con la misma comida, incapaz de quemar los alimentos y por supuesto, al cocinero, el concepto me pareció magnifico. Además, me gusto por que se trata de una tecnología comprensible, natural. Nada de ondas electromagnéticas ni cosas extrañas difíciles de explicar, tan solo el calor del Sol, la energía primogénita directamente, sin apenas intervención humana. Acostumbrado a usar la tecnología de última generación para controlar el calor grado a grado, el descubrimiento de la cocina solar, me llevo de nuevo a aquellos años felices de la infancia, cuando usábamos esa misma energía para quemar insectos con una lupa. Evidentemente, no se trata en modo alguno de una cocina alternativa, al menos en el mundo industrializado, sin embargo, si puede ser muy útil para detenernos, de tanto en tanto, y cuestionarnos el entorno tecnológico que nos rodea, y tal vez, nos condiciona demasiado. 

martes, 31 de enero de 2012

EL CALENDARIO DE LA COCINA




En todas las cocinas,  hay por lo menos un calendario. A nivel practico, nos sirve para ordenarnos la vida cotidiana; nos indica  el día del mes, de la semana, algunos nos dan informaciones mas o menos valiosas, como los santos, o los distintos estados de la luna, todo ello en el cielo. Muchos tenemos la costumbre de apuntar las citas, con el medico, el dentista, con el abogado, o los cumpleaños de parientes y amigos; y lo hacemos garabateando letras apretadas, casi siempre en rojo, junto a los ordenados números del calendario. A otro nivel, menos practico pero mucho mas importante, el calendario culinario nos va reescribiendo la gastronomía cotidiana, estableciendo un orden que nos recuerda  los cambios estacionales o las fiestas  tradicionales, ambas cosas fundamentales a la hora de decidir que cocinamos y como.
Hay varios tipos de calendarios. Los que regalan los bancos  - o regalaban antes de la crisis, ahora los venden -  que suelen ser de buena  calidad, con hermosas fotos de espacios naturales o grandes edificios.  Están los calendarios  que regalan en los bares de barrio o tiendas de comestibles, con fotos de animales domésticos adorables, o vírgenes y santos, también adorables. Sin duda alguna, mis favoritos son los que te regalan en el restaurante chino; no te dan ninguna clase de información adicional, tan solo los meses desplegados en un rollo de papel arrugado, como una cortina, y dibujos de la muralla china o de cisnes volando. Pero me fascina que los años tengan nombre de animales, sobre todo por que nací en el año del tigre, si hubiera nacido el año de la rata, o de la cabra, a lo mejor no pensaba igual. Otro tipo de calendarios, ya más elegantes, o pijos, son los que venden en librerías y grandes almacenes. Abarcan muchos temas, algunos ya clásicos, como los de Tintín o Mafalda, también los inevitables de Hello Kitty, pasando por los dedicados al mundo Disney, Justin Bieber, los de las fotos de bebes dentro de macetas y floreros  y por supuesto, los futboleros.   Y finalmente, están los calendarios profesionales, o lo que es lo mismo, los que regalan los distintos fabricantes o proveedores.

Y aquí es cuando me revelo. No puede ser. Todos hemos visto los calendarios que cuelgan en la pared grasienta de nuestro mecánico, o en taller del jardinero, del  electricista o el carpintero. Esas  mujeres en biquini, o incuso sin el, manejando grandes herramientas con las manos denudas, poderosas sierras o taladradoras, pintando verjas,  podando el césped mientras un aspersor las moja.  ¿Y en la cocina? ¿Que ocurre? ¿Donde están esas cocineras estupendas y sexis manejando el Thermomix, o cortando cebollas con un cuchillo enorme?  No existen. Nunca hubo un calendario semejante. Es curioso, sobre todo teniendo en cuenta que el mundo de la cocina profesional, fue siempre un universo masculino, fuertemente masculino, misógino incluso. En cambio, los calendarios que nos regalan los proveedores, muestran siempre fotografías de alimentos, pollos, verduras, pescados y otras sandeces que a nadie importan nada. Es cierto que hoy en día, la cocina no es lo que era – por suerte- y cada vez hay mas personal femenino, sin embargo, por que no un calendario alegre, como por ejemplo los calendarios de bomberos, deportistas  o líneas aéreas, ahora tan moda.  O tal vez ilustrados con fotos de cocineras del cine, como Jaquelin Bisset, irresistible en “Quien mata a los grandes Chefs”, Catherine Zeta Jones, en “Deliciosa Martha”, o incluso nuestra Olivia Molina, de “Dieta Mediterránea”, ellas, y también sus parternaires masculinos, seguro llenaban de color y alegría los calendarios de nuestras cocinas; al fin y al cabo, la cocina, siempre estuvo mas relacionada con el sexo, que cualquier otra profesión.  
                                                                                                           


jueves, 8 de diciembre de 2011

DELICIOSA BELLEZA BY ENRIC HERCE DE ANUBIS


Cuando Marisa Juárez de Anubis, vino al Hotel Cala del Pi i  me propuso participar en el proyecto Deliciosa Belleza, mi primera reacción fue la de sorpresa. Se trataba de un nuevo concepto de tratamiento wellness, de spa, un universo desconocido para mi hasta entonces, del que no sabia prácticamente nada. A pesar de ello, dije enseguida que sí. Aparte de la tendencia natural que uno tiene a complicarse la vida, la verdad, es que a medida que Marisa me explicaba de que iba el asunto, veía que era una muy buena idea para contrarrestar, aunque fuera un poco, la imagen estereotipada que tiene, la figura social i física del cocinero. Una imagen en las antípodas de la estética; los cocineros, siempre fueron apercibidos como tipos orondos, gruesos y sudorosos, con mejillas enrojecidas, bigote ostentoso, y semblante permanentemente enfurecido. Un claro ejemplo de esta circunstancia, se hace evidente al contemplar esas espantosas figuras, de madera o poliéster, que representan un cocinero, sujetando un menú frente a la fachada de un restaurante o pizzería, que es aun peor y más humillante.

Es cierto que hoy en día, por suerte, la cosa ha cambiado sustancialmente. El gran Arguiñago, a quien todos los cocineros debemos mucho, demostró que un cocinero, puede salir de su hábitat natural, la cocina, su guarida, y participar, o incluso ser protagonista en cualquier tipo de evento social, incluso cultural. A finales de los 70, principios de los 80, los cocineros tomaron el mando de la hostelería y convertían la cocina no sólo en un arte, mas o menos vanguardista, si no en un arte de moda. La cocina vivió una revolución, que se inició con la nouvelle cuisine en Francia, continúo luego en el País Vasco y casi inmediatamente en Cataluña. El concepto básico de todo aquel movimiento era modernizar la cocina, aligerarla, hacerla contemporánea y adecuada a las necesidades de la población. En todo ello pensaba cuando di el si definitivo a Anubis y me embarque en la creación de unos postres para su tratamiento.

La novedad que un cocinero, participe en la elaboración de un tratamiento de spa, no es tan absurda como parece. De hecho, cuando Marisa me entrego el catálogo de técnicas, productos y conceptos de Anubis, lo vi aun mas claro. El catálogo hablaba, en el mismo lenguaje que los cocineros, de la estética, de la salud, o del estética de la salud, que es la que todos buscamos hoy en día, en un lenguaje prácticamente culinario, con ingredientes culinarios: frutas dulces y cítricas, hierbas aromáticas de todo tipo, chocolate, café, té, aceites esenciales, sales, algas, arroz, etc. Sólo cambiaba la gramática, el procedimiento: el profesional de la estética actúa habitualmente de fuera hacia dentro, y el cocinero, de dentro hacia fuera.

Al fin y al cabo, somos lo que comemos. Y si hace unos años, el arte de la gastronomía, el gourmet, la buena mesa, el placer de la comida y la bebida estaba en las antípodas de la teoría de la vida saludable, solo entendida a través de regímenes restrictivos, de austeridad y privación; hoy en día, ha quedado claro y establecido, que el camino para llegar a la salud, y a la belleza natural que esta conlleva, no debe ser nunca un camino de dolor y sufrimiento; y aunque esta claro, que hay que adoptar formas de vida y hábitos saludables, también es evidente que hay que alcanzar esta loable meta a través del placer emocional, de la calidad de vida, del arte de vivir en mayúsculas, y en eso, en el Empordà, somos maestros, como es bien sabido, no nos gana nadie.







viernes, 21 de octubre de 2011

DOBLE DE CALLOS EN CASA DEL PRESIDENTE



A mediados de los setenta, la taberna de Cal Trafí era ya una autentica institución; una de las ultimas tabernas de Sant Feliu de Guixols que aun mantenían las puertas abiertas desde la posguerra. La mayoría ya habían cerrado, o alguna, como la de Can Toni, se había reconvertido en restaurante, prestigioso, por cierto, la primera estrella Michelin de la comarca y lugar de encuentro de los actores y cineastas que en aquella época frecuentaban la Costa Brava. Lo cierto es que la taberna de Cal Trafí, que debía su nombre al ultimo propietario, Pere Trafí, estaba un poco mitificada por haber sido regentada por Josep Irla Rovira, padre del presidente de la Generalitat de Catalunya en el exilio; y parece ser, que el mismo presidente, paso muchas horas de su juventud, antes de que la historia lo nombrase personaje protagonista, sirviendo copas y tapas, en el regio mostrador de la taberna.

Ajenos a ello por completo, imagino que lo mismo que la mayoría de los clientes que en los setenta visitaban el local, mi padre nos llevaba a mi hermana y a mi algunos domingos a media mañana, a esa hora tan catalana que es la hora del vermouth; un indeterminado rato antes de comer. Por que en la Catalunya de aquella época, no se iba de tapas ni de pinchos, es feia el vermut (se hacia el vermut). Recuerdo perfectamente, las sillas de hierro forjado, el tacto frío del mármol blanco de las mesas, y el color oscuro, envejecido, del largo tablero de la barra en donde atendían a los parroquianos dos venerables señoras de pelo blanco. Al fondo, en un comedor lateral, podían verse las grandes botas de vino del que se llenaban botellas y porrones; y una mesa enorme, en la que solían celebrarse fiestas familiares.

El vermuth de aquella época, en que todo era aparentemente más sencillo que ahora, solía consistir en una serie de tapas bastante estandarizada. Las omnipresentes olivas rellenas de anchoa, las patatas chips que entonces siempre eran y sabían a solo patata chip, las otras patatas , las brava o con ai i olí, los berberechos y almejas de lata, entonces aun a precios razonables, accesibles; la ensaladilla rusa, las croquetas, y ya en días mas especiales, el lujo de los calamares a la romana. A partir de ahí, luego se abría el goloso abanico de las tapas mas de cocina, como los riñones al jerez, las albóndigas, el bacalao frito o guisado, los chopitos, los chipirones - que aun no eran chinos – los pescaditos fritos, los mejillones al vapor , y los callos, que en algunos casos habían hecho celebres a los bares o tabernas que los servían, tal era en caso en Sant feliu del bar Los Piratas, o la taberna del president, Cal Trafí.

Tres dobles de callos pedía mi padre a la tabernera. Dos Bitter Kas, y un bitter Cinzano para el. Dudo que a muchos niños de trece años, entonces y ahora, les gusten los callos, pero lo cierto es que disfrutaba de aquellos callos suculentos y los tengo en mi memoria gustativa en un lugar destacadísimo. Lo que nunca entendí es por que decían doble de callos, si la ración que nos servían apenas ocupaba una pequeña cazuelita de barro, de las de la crema catalana.

El recuerdo de aquellos callos me persiguió siempre. Tarde años, una vez ya convertido en cocinero, en saber cocinar unos callos que me recordaran aquellos de mi infancia. La taberna de Cal Trafí cerro sus puertas definitivamente, y años mas tarde, fue ocupada por un grupo de okupas que la dejaron en un estado lamentable hasta que el ayuntamiento de la ciudad, la recupero para darle la dignidad que el edificio merecía por ser la casa de un presidente del pais. Mientras tanto, probé muchas recetas para conseguir cocinar aquellos callos, sin conseguirlo, hasta que un día, me di cuenta del problema: cocinaba demasiado, hacia demasiadas cosas, demasiados productos, demasiada técnica, y sobre todo, demasiada prisa. Aquella fue una reflexión profesional que iba más allá del mero hecho de la receta de los callos. Una reflexión que en un momento determinado, hicimos algunos cocineros que decidimos que era el momento de regresar, de volver a los orígenes, a la cocina autentica, la del fuego lento, los buenos productos, las cosas sencillas, aquella cocina que en los hoteles solía denominarse como la de la abuela , la bonna femme, que decían los franceses. No había vuelta atrás.

Un día cualquiera, cocine unos callos que me recordaron aquellos que comí en casa del presidente Irla. Y cuando esto sucede, cuando un sabor te lleva hacia el pasado en un instante, es cuando la magia de la cocina, se hace evidente.

En la actualidad, la antigua taberna se ha reconvertido en un espacio dedicado a la figura del president Irla, como Museo y acoge en su interior una nueva taberna ambientada como en la época del president, con algunos muebles y enseres conservados de entonces. En el antiguo comedor, se ha habilitado un espacio para actuaciones musicales y recitales; y la planta superior, el museo propiamente dicho que recoge la vida y obras de Josep Irla a graves de numerosas fotografías y documentos.

domingo, 12 de junio de 2011

JULIVIES, PLAERS PETITS




Recordo un estiu ja llunyà, la cuina de un restaurant de costa a on treballava, i un pescador del poble, que portava, de tant en tant, un peixos petits, de colors llampants, cridaners, dins una caixa de fusta lligada amb cordes de plàstic al transporti de una Derbi atrotinada, que semblava tenir casi tants anys com ell. Aquell pescador també ens venia de vegades eriçons de mar i altres peixos senzills, que el nostre Chef comprava , sovint, per fer el ranxo al personal.

Aquells peixos de mida tan petita, que jo netejava amb dificultat, ja que relliscaven entre els mes dits com si fossin vius; desprès els cuiners els fregien en oli ben calent, dins grans paelleres fondes, fins que quedaven ben cruixents, quasi com veritables bunyols de vent que esclataven dins la boca deixa’n anar el seu contingut. La seva era una carn tendre, amorosa i fina com el vellut, amb un sabor que semblava contenir tots els gustos possibles del mar. Un peix fregit que no se semblava a cap altre.

Solíem completar aquell menjar tan sols amb una bona amanida i pa amb tomàquet, que es la millor companyia de qualsevol peix fregit. Aquells peixos d’alegres colors i sabor intens, eren julivies, també dites julioles, o doncellas, en castellà, que juntament amb altres membres de la família dels serrans, componen un univers de petits peixos que son idonis per las grans fritures i els menjars mes informals. Es el plaer senzill de les coses petites.

martes, 7 de junio de 2011

GALÀCTICA ESCORPORA



El cap roig, també dit rascassa, escorpora, gallina o polla de mar, es terroríficament bonic. Sense cap mena de dubte, és el rei dels peixos de roca. El seu grotesc i galàctic cos, envoltat de llargues i verinoses espines, amb una pell vermellosa tacada de camuflatge, sembla ben be una caixa: un joier oriental a on s’amaga la mes preuada de les joies: la seva carn. De musculatura atapeïda i blanquíssim color, la carn de l’escorpora desprèn en la seva cocció tots aquells matisos que defineixen la cuina del peix de roca. Aroma, gust intens i gelatinós que impregna a l’hora tot allò que cogui al seu voltant, ja siguin patates, fideus o arròs. Imprescindible en la bullabessa marsellesa i insubstituïble en un bon suquet del nostre pais, l’escorpora es per els gurmets mes experts, malgrat la gran quantitat d'espines que conte el seu cos, el millor dels peixos de roca , i de mar obert, per l’elaboració d'aquells plats en els que sigui fonamental aconseguir un brou o suc suculent. Quant son de mida petita, resulten extraordinaris en sopes i fumets, i a mesura que creixen, es presten a altre tipus de receptes; Sencers, per exemple, rostits al forn sobre un senzill llit de patates i ceba, no tenen preu, ni ells, ni les mateixes patates.

Ja fa forces anys, l’escorpora va arribar a la reialesa culinària en se transformada per las hàbils mans de Juan Marí Arzac, en un llavors inèdit i novador púding de cabracho, plat que va donar un gir a la cuina tradicional donant peu, entre altres creacions, a una gran revolució culinària.

martes, 31 de mayo de 2011

EL LIMONERO FIEL



De entre todos los arboles del jardín, es nuestro limonero el mas antiguo; eso si, sin contar el gigantesco pino que ya estaba aquí antes de llegar nosotros, formando parte del paisaje boscoso que domestiquemos construyendo la casa. La sombra del gran pino cubre por las tardes casi todo el edificio, y a sus pies, entre las raíces que recorren el subsuelo mas inmediato, reposan eternamente algunas de las mascotas familiares, que durante mas de veinticinco años, han acompañado a la familia. Pero esa es otra historia. No es el caso de el limonero. A el lo plantamos junto a otros árboles frutales en 1985, el año en que construimos la casa y nació nuestro primer hijo. Un año iniciatico en que todo era nuevo y mejor; estrenábamos casa y pretendíamos construir un jardín idílico en el que cultivar, como en un utópico paraíso, todo tipo de árboles frutales que llenaran de color y sabor primaveras y veranos.

Así, con mas ilusión que conocimientos, plantamos con una alegría casi adolescente cerezos, manzanos, perales, melocotoneros de dos o tres especies, un ciruelo, un albaricoque, y creo recordar que hasta un exotico persico . También plantamos algunas parras que prometían uvas dulcisimas y dos o tres matas de frambuesas y grosellas. Y por supuesto, en semejante vergel, no podían faltar los cítricos, un naranjo y el limonero.
Las primeras floraciones primaverales fueron estremecedoras. La eclosión pautada de las distintas flores, que se iniciaba con el primer sol caliente de finales de marzo o primeros de abril, vestía nuestro jardín de encajes blancos con suaves matices azulados o rosas, como el vaporoso vestido de una novia, como la promesa de un calido beso, de un amor de verano. Pero los racimos de flores se deshacían en el aire día a día, y la fruta prometida, apenas cubría la mínima expectativa. Pronto descubrimos que la ilusión, no es abono suficiente para hacer fructíferos los arboles, ni sustituye eficazmente los conocimientos necesarios para hacer crecer nuestro vergel idílico. La poesía dejo paso entonces a la química preventiva, las tijeras de podar, y el romanticismo, se fue perdiendo poco a poco, a medida en que los melocotones se llenaban de gusanos, las peras se caían al suelo aun verdes, los albaricoques salían de tres en tres cada año, o las manzanas, las codiciadas manzanas, jamás llegaron a aparecer.
Algunos árboles morían, por si solos, sin causa aparente. Otros, sencillamente se quedaban años y años con el mismo aspecto de recién sembrados, como resignados a una permanente edad infantil. Los había que crecían y se hacían mayores, robustos, pero completamente estériles, eunucos entre los de su especie. Y luego estaban los que abarrotaban sus ramas con fruta hasta hacerlas tocar el suelo, unas frutas que se estropeaban todas antes de madurar. Leímos libros, estudiemos cada uno de los árboles y tratamos de procurarles todo cuanto necesitaran, pero solo algunos lo consiguieron.
De entre todos, el limonero, es el único superviviente de aquel jardín original. Junto a tres o cuatro plantas mas, como una gran cubana que ganamos en una tómbola cuando era una breve plantita en maceta, y que vive como una gran señora en un rincón del jardín, o dos pequeñas higueras que custodian la puerta del garaje desde hace mas de veinticinco años. Plantado en un lateral del jardín, junto a la pared de la cocina, el limonero ha crecido despacio, elevando sus ramas desordenadamente hacia el sol que solo le visita a partir del medio día. Ha tenido suficiente. No es el nuestro un limonero bonito, redondo, de vida fácil y rutilante aspecto. Sus retorcidas ramas, su corto y poco grueso tronco, apenas suficiente para aguantar en pie su gran envergadura, dan buena cuenta de las dificultades que ha tenido para alcanzar su edad. Crudas heladas de invierno, fuertes tramontanas que lo movieron todo, lluvias torrenciales, e inexpertas podadas, lo han puesto a prueba en numerosas ocasiones. Pero el sigue ahí, clavado en un suelo que ya es suyo, ofreciéndonos sus limones todo el año, como un compañero fiel, que nos recuerda, a todos, continuamente, que el jardín del paraíso, sigue estando ahí.