Los frutos del bosque, aparecen en mi memoria como adornos comestibles, engalanando los arbustos y arboles propios del campo que me vio crecer, corriendo, entre sus verdes cortinajes, escribiendo salvajes aventuras imaginarias; copiadas de los libros que me acompañaron en mi infancia; las aventuras de Tom Sawyer, Huckleberry Finn, o mas tarde, los Cinco, de Enid Blyton. Fresas silvestres, frambuesas delicadas, grosellas traslucidas, sobrios arándanos o aquellas moras, que iban del rojo áspero y llamativo, al negro discreto y dulzón. Sin embargo, jamás en ninguno de mis bosques, logre encontrar casi ninguna de estas frutas; tal vez propias de la campiña inglesa literaria, o de los prados del oeste americano de Lucky Luke, o sencillamente, tan solo licencias literarias con las que embellecer entrañables descripciones, que me hacían soñar mundos lejanos, maravillosos, tal vez por su misma lejanía.
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