Junto
a una fuente, a la que nunca vi dar agua. Bajo un platanero que en verano daba
sombra y en invierno tamizaba los tenues rayos de sol, se colocaba siempre,
puntual la castañera. Hacía un frio de
mil demonios. Un frio que viajaba por las calles subido en la tramontana, que a
veces nos empujaba hacia delante, otras
veces hacia atrás, y casi siempre acechaba tras las esquinas para abofetearnos
por sorpresa con sus hirientes manos largas.
El cucurucho de castañas nos
calentaba los dedos, los boniatos bien envueltos, los bolsillos; y caminábamos
felices con aquellos regalos, golosinas de niños en aquellos tiempos en que lo
dulce no era tan cotidiano, tan accesible. Ahora ya no hace aquel frio, la
tramontana se ha dulcificado, los abrigos son mas livianos, las bufandas inexistentes, y las
castañas y boniatos, ya no gustan a ningún niño. Todo es culpa del cambio
climático.
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