Es difícil no dejarse llevar
por el espíritu navideño. De alguna forma, aun negándoselo en lo mas intimo, creo
que hasta el mas apático y abúlico de los transeúntes, no podrá mostrase del
todo indiferente hacia los estímulos navideños, que resplandecientes, iluminan
el paisaje cotidiano. No es posible, no es en todo caso aconsejable. No se
trata de ningún modo en dejarse arrastrar por los impulsos primarios del
consumismo enloquecido, ni de entregarse al papanatismo facilón de las vacuas demostraciones
de sentimientos fingidos, ni de mostrar una felicidad quimérica que nadie siente.
Es una cuestión de rituales.
Con la llegada de la Navidad, fiesta cristiana hábilmente dispuesta sobre la antigua fiesta pagana Sol Invictus, que celebraba el regreso
del Sol, el alargamiento de los días, de la luz, se pone en marcha un ritual,
que nos lleva paso a paso, hacia una regeneración
de nuestra energía vital. Las uvas de la noche de San Silvestre, y los propósitos
para el nuevo año, son la concreción de todo el cambio, a mejor, que trataremos
de conseguir. Para ello, hay que soltar lastre, vaciar las alforjas de agravios
y resentimientos, olvidar muchas cosas y recordar otras. Es el momento de la melancolía,
de la añoranza, pero sobre todo, y lo mas importante, de la esperanza; que duda cabe, sentimientos difíciles que sin embargo nos hacen
como somos; la suma de todos ellos es el fruto de nuestra historia personal y colectiva, lo mismo que
la alegría de ser quienes somos y estar con los que estamos, tan felices como
podamos. También es ese momento.
El calendario de adviento
simboliza la preparación para el cambio, nos acompaña indicandonos el camino. Es parte del ritual. Desde hace unos
años, estos calendarios inundan de color las estanterías de todos los supermercados.
No siempre fue así. A finales de los años sesenta y principios de los setenta,
apenas eran conocidos en nuestro país. Eran unos tiempos en que Santa Claus aparecía
solo en las películas extranjeras, y los niños de aquí, esperamos a los reyes
magos, farolillos de papel en mano, y pasando
mucho frio en aquellas calles en blanco y negro. El primer calendario que
recuerdo en casa, nos lo trajo mi padre de Suiza, donde emigraba algunos
inviernos para ejercer de chef en diversos restaurantes. Aquel calendario nos
fascino. Tenia un colorido tan alegre, su expresión navideña era tan feliz, tan luminosa y distinta a la
nuestra !. Recuerdo pelear con mis hermanas para ver quien abría la ventanita del
día, y quien se comía la chocolatina. También
de Suiza, o tal vez Holanda, algún otro año, nos trajo mi padre cosas
fascinantes; chocolatinas Toblerone, Petit Suisses, quesitos Babybel, cosas hoy
tan accesibles, que parece absurda, ingenua, la fascinación que entonces nos causaron.
Recuerdo sobre todo un catalogo de unos grandes almacenes. Grueso como una guía
de teléfonos, y repleto de cosas que jamás habíamos visto. Vestidos y trajes de muchos
colores; menaje del hogar tan moderno y colorido que hacían tristísimas nuestras vajillas
de cristal verde o ámbar; muebles de jardin increíbles; y juguetes, cientos,
miles de juguetes de todo tipo, con los que disfrutaban hermosos niños rubios de ojos azules. Recuerdo
pasarme horas mirando las fotografías y tratando de entender los textos que describían
aquellas maravillas. Aquel catalogo, me parecía la Gran Enciclopedia de la Felicidad,
y sobre todo, la certeza que existía un mundo infinitamente mejor que el nuestro.
Las ventanitas del
calendario van abriéndose una a una, ritualmente, dejando al descubierto su
pequeño pero delicioso secreto. Se acerca la Navidad, hay que estar atentos,
preparados, si no, nos perderemos toda la magia, i nos hace mucha, mucha falta.
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