No es nuestro madroño un árbol domestico,
de jardín. Aunque esta plantado y enraizado junto a la verja, entre un naranjo
enano y un melocotonero voluptuoso – del que ya hablaremos otro día - es evidente que no olvida en ningún momento,
que sus orígenes son distintos al de sus
compañeros del jardín. Efectivamente, no fuimos a buscarlo a ninguna gran superficie, ni tan siquiera a
un garden center especializado. Como
otros árboles o arbolitos del jardín, matorrales, y numerosas plantas, su
origen es silvestre, de alguno de los numerosos bosques que afortunadamente,
tenemos tan cerca de casa. La idea es reproducir en nuestro jardín, ese paisaje
tan cercano, tan íntimo, en unas proporciones humanas, a nuestra medida; un lugar en el que recrear las sensaciones del
bosque perdido, aquel bosque salvaje e indómito que acogió nuestras aventuras
infantiles.

Que distintos son en cambio los madroños
silvestres, con que bondad hacen mas acogedores los bosques, y con que gracia y
alegría jalonan caminos y senderos; sobre todo cuando el frio del invierno hace
brotar sus frutos rojos, cerezas del bosque, que adornan sus ramas convirtiéndolos en auténticos arboles de Navidad. Su presencia es entonces evocadora de la generosidad del bosque y la
vida que contiene. Y sus frutos rojos, llamativas golosinas silvestres para saciar
los apetitos salvajes de los animales, y golosa recompensa de excursionistas
ocasionales y buscadores de aventura.
Nuestro madroño salvaje, en su aparente
indiferencia, añora aquel bosque en el
que floreció por primera vez. Es fácil
sentarse bajo sus ramas, y mirando sus verdes hojas, jugar con el aire triste de cualquier tarde
invernal, dejarse arropar por el
melancólico recuerdo, de un bosque perdido en algún momento en el tiempo entre la infancia y la juventud,
en el que el buen salvaje de Rousseau, se convirtió, casi de repente, y
seguramente sin poder evitarlo, en el Leviatán de Thomas Hobbes.
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