domingo, 16 de diciembre de 2012

Nuestro salvaje madroño


No es nuestro madroño un árbol domestico, de jardín. Aunque esta plantado y enraizado junto a la verja, entre un naranjo enano y un melocotonero voluptuoso – del que ya hablaremos otro día -  es evidente que no olvida en ningún momento, que sus orígenes son distintos al de  sus compañeros del jardín. Efectivamente, no  fuimos a buscarlo  a ninguna gran superficie, ni tan siquiera a un garden center especializado. Como otros árboles o arbolitos del jardín, matorrales, y numerosas plantas, su origen es silvestre, de alguno de los numerosos bosques que afortunadamente, tenemos tan cerca de casa. La idea es reproducir en nuestro jardín, ese paisaje tan cercano, tan íntimo, en unas proporciones humanas, a nuestra medida;  un lugar en el que recrear las sensaciones del bosque perdido, aquel bosque salvaje e indómito que acogió nuestras aventuras infantiles.

Pero esta claro que la participación del madroño en nuestro  proyecto no es ni muchos menos que entusiasta. Y lo demuestra activamente en su manera de crecer, lentamente, con una parsimonia calculada completamente ajena al ímpetu de sus congéneres silvestre. O también en su tacañería  a la hora de ofrecernos sus deliciosos frutos rojos, tan solo un par de puñados por temporada. La suya es una actitud distante, arrogante tal vez,  con sus ramas mas altas que parecen buscar, tras las rejas que lo contienen, aquel horizonte boscoso del que fue arrancado en su niñez. Hace tres Navidades, decidimos vestirlo de luces, hacerle participe del calor familiar, de la magia navideña. Cuando estaba entre las ramas mas altas de su copa, subido en una escalera oscilante, colocándole ciento veinte bombillitas de colores, el madroño debió pensar que aquello era demasiado, y si contemplación alguna, me golpeo con su rama mas gruesa,  de forma que tras perder el equilibrio, caí violentamente envuelto entre cables de colores, sobre mi mujer, que sujetaba la escalera tratando de evitar una catástrofe predecible. Contusionados los dos, decidimos aquella tarde,  desistir en domesticar aquel árbol salvaje.

Que distintos son en cambio los madroños silvestres, con que bondad hacen mas acogedores los bosques, y con que gracia y alegría  jalonan caminos y senderos;  sobre todo cuando el frio del invierno hace brotar sus frutos rojos, cerezas del bosque,  que adornan sus ramas convirtiéndolos en  auténticos arboles de Navidad.  Su presencia es entonces  evocadora de la generosidad del bosque y la vida que contiene. Y sus frutos rojos, llamativas golosinas silvestres para saciar los apetitos salvajes de los animales, y  golosa recompensa de excursionistas ocasionales  y buscadores de aventura.
Nuestro madroño salvaje, en su aparente indiferencia,  añora aquel bosque en el que floreció por primera vez.  Es fácil sentarse bajo sus ramas, y mirando sus verdes hojas,  jugar con el aire triste de cualquier tarde invernal,  dejarse arropar por el melancólico  recuerdo,  de un bosque perdido en algún momento  en el tiempo entre la infancia y la juventud, en el que el buen salvaje de Rousseau, se convirtió, casi de repente, y seguramente sin poder evitarlo, en el Leviatán de Thomas Hobbes. 





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