El caqui.
De entre todas las frutas dulces, es el
caqui sin duda alguna la mas golosa. Su trémula pulpa rojiza, se ofrece al paladar cual postre de aromática gelatina y su textura es tan sugerente, que hacen que
el caqui no sea una fruta apta para bocas refinadas. Muy al contrario, la
degustación de esta fruta, requiere de una cierta glotonería, una apetencia
natural hacia el exceso, y un gusto desmesurado para lo dulce. Y es que el caqui hay que comerlo
con gula, sin aprensiones estéticas, rompiendo su finísima piel transparente, y
dejando que su pulpa estalle sobre el plato para comerla con cuchara. Después,
hay que relamer las pieles hasta dejarlas limpias, con fruición, dejando tal
vez alguna gota regalimar por la comisura de los labios, como el
recuerdo de un beso. ¡Pero hay si el caqui no esta bien maduro! Entonces será la más áspera de las frutas,
de tal forma y con tanta intensidad, que sus taninos transformaran nuestra
legua en cartón.
El palosanto
Es fácil dejarse sugestionar con la elegancia
indiscutible del palosanto; sobre todo cuando los frutos han alcanzado ese rojo
intenso, como pequeños soles de invierno,
y las ramas desnudas han perdido el follaje verde del verano, y los dramaticos ocres otoñales o casi a punto de acabar, dibujando en el
aire un delicado ikebana. La contemplación
detenida de un hermoso palosanto en ese instante, es entonces autentica poesía haiku. Y si se trata de uno de esos viejos árboles,
que tal vez ven pasar el tiempo junto a
una higuera retorcida por la edad, o un granado asilvestrado por el abandono, frente a la fachada semi derruida de una antigua
casa de campo abandonada, entonces la
imagen será invariablemente triste y melancólica,
y los caquis caídos en el suelo, serán la metáfora de la vida que pasa, a pesar
de todo, año tras año, estación tras
estación.