Es difícil no dejarse llevar
por el espíritu navideño. De alguna forma, aun negándoselo en lo mas intimo, creo
que hasta el mas apático y abúlico de los transeúntes, no podrá mostrase del
todo indiferente hacia los estímulos navideños, que resplandecientes, iluminan
el paisaje cotidiano. No es posible, no es en todo caso aconsejable. No se
trata de ningún modo en dejarse arrastrar por los impulsos primarios del
consumismo enloquecido, ni de entregarse al papanatismo facilón de las vacuas demostraciones
de sentimientos fingidos, ni de mostrar una felicidad quimérica que nadie siente.
Es una cuestión de rituales.
Con la llegada de la Navidad, fiesta cristiana hábilmente dispuesta sobre la antigua fiesta pagana Sol Invictus, que celebraba el regreso
del Sol, el alargamiento de los días, de la luz, se pone en marcha un ritual,
que nos lleva paso a paso, hacia una regeneración
de nuestra energía vital. Las uvas de la noche de San Silvestre, y los propósitos
para el nuevo año, son la concreción de todo el cambio, a mejor, que trataremos
de conseguir. Para ello, hay que soltar lastre, vaciar las alforjas de agravios
y resentimientos, olvidar muchas cosas y recordar otras. Es el momento de la melancolía,
de la añoranza, pero sobre todo, y lo mas importante, de la esperanza; que duda cabe, sentimientos difíciles que sin embargo nos hacen
como somos; la suma de todos ellos es el fruto de nuestra historia personal y colectiva, lo mismo que
la alegría de ser quienes somos y estar con los que estamos, tan felices como
podamos. También es ese momento.
Las ventanitas del
calendario van abriéndose una a una, ritualmente, dejando al descubierto su
pequeño pero delicioso secreto. Se acerca la Navidad, hay que estar atentos,
preparados, si no, nos perderemos toda la magia, i nos hace mucha, mucha falta.