No es nuestro madroño un árbol domestico,
de jardín. Aunque esta plantado y enraizado junto a la verja, entre un naranjo
enano y un melocotonero voluptuoso – del que ya hablaremos otro día - es evidente que no olvida en ningún momento,
que sus orígenes son distintos al de sus
compañeros del jardín. Efectivamente, no fuimos a buscarlo a ninguna gran superficie, ni tan siquiera a
un garden center especializado. Como
otros árboles o arbolitos del jardín, matorrales, y numerosas plantas, su
origen es silvestre, de alguno de los numerosos bosques que afortunadamente,
tenemos tan cerca de casa. La idea es reproducir en nuestro jardín, ese paisaje
tan cercano, tan íntimo, en unas proporciones humanas, a nuestra medida; un lugar en el que recrear las sensaciones del
bosque perdido, aquel bosque salvaje e indómito que acogió nuestras aventuras
infantiles.
Pero esta claro que la participación del madroño
en nuestro proyecto no es ni muchos
menos que entusiasta. Y lo demuestra activamente en su manera de crecer,
lentamente, con una parsimonia calculada completamente ajena al ímpetu de sus
congéneres silvestre. O también en su tacañería
a la hora de ofrecernos sus deliciosos frutos rojos, tan solo un par de
puñados por temporada. La suya es una actitud distante, arrogante tal vez, con sus ramas mas altas que parecen buscar,
tras las rejas que lo contienen, aquel horizonte boscoso del que fue arrancado
en su niñez. Hace tres Navidades, decidimos vestirlo de luces, hacerle
participe del calor familiar, de la magia navideña. Cuando estaba entre las
ramas mas altas de su copa, subido en una escalera oscilante, colocándole
ciento veinte bombillitas de colores, el madroño debió pensar que aquello era
demasiado, y si contemplación alguna, me golpeo con su rama mas gruesa, de forma que tras perder el equilibrio, caí
violentamente envuelto entre cables de colores, sobre mi mujer, que sujetaba la
escalera tratando de evitar una catástrofe predecible. Contusionados los dos,
decidimos aquella tarde, desistir en
domesticar aquel árbol salvaje.
Que distintos son en cambio los madroños
silvestres, con que bondad hacen mas acogedores los bosques, y con que gracia y
alegría jalonan caminos y senderos; sobre todo cuando el frio del invierno hace
brotar sus frutos rojos, cerezas del bosque, que adornan sus ramas convirtiéndolos en auténticos arboles de Navidad. Su presencia es entonces evocadora de la generosidad del bosque y la
vida que contiene. Y sus frutos rojos, llamativas golosinas silvestres para saciar
los apetitos salvajes de los animales, y golosa recompensa de excursionistas
ocasionales y buscadores de aventura.
Nuestro madroño salvaje, en su aparente
indiferencia, añora aquel bosque en el
que floreció por primera vez. Es fácil
sentarse bajo sus ramas, y mirando sus verdes hojas, jugar con el aire triste de cualquier tarde
invernal, dejarse arropar por el
melancólico recuerdo, de un bosque perdido en algún momento en el tiempo entre la infancia y la juventud,
en el que el buen salvaje de Rousseau, se convirtió, casi de repente, y
seguramente sin poder evitarlo, en el Leviatán de Thomas Hobbes.